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María Esperanza

María Esperanza no era persona para dejarse ofuscar por arrebatos momentáneos de ira. Ya el día estaba avanzado y, por todas las evidencias, María Enriqueta no había dormido en la casa. Calculó que a esa hora debería andar bien lejos.

—¡Efraín! — llamó, con voz estentórea. Al mismo tiempo, se preguntaba para sus adentros: "¿De dónde habrá sacado esas ideas tan prostituídas?"

Su marido se asomó a la puerta.

—¿Qué pasa, María Esperanza?

La respuesta fue seca y cortante.

—Tu hija se fugó con un portugués.

Noche calurosa.

La cercana estación lluviosa impone momentos de transpiración salmuerosa. Los perezosos ventiladores, colgados del techo, no logran amainar el zurcido pegostoso de la sopa convertida en atmósfera. Las luces de la sala se apagan. Se suceden diapositivas de publicidad local y truculentos trailers de películas vaqueras italianas. Comienzan a verse imágenes bucólicas.

Una música de voces en el viento y guitarras emboscadas se desdobla en paciente marco para que una tropa de jóvenes peludos transmuten un agreste vergel en gigantesco escenario.

Casi todos los muchachos están presentes.

—Esto hay que vacilárselo como es — afirma Giancarlo, y se ve su hirsuta pelambre atravesar la penumbra rumbo al baño.

En la pantalla comienzan a agruparse colmenas de chicos y chicas de variopinta facha. El ambiente general que se percibe es festivo, eufórico, gregario.

—Panita, no te lo fumes todo.

—¡Sojito! — identifica Giancarlo a quien lo interpela, dando paso a un acceso de tos.

—Te pateó por atorado. Echa para acá.

Giancarlo, a duras penas, domina la expectoración.

—¿Dónde estabas? Te anduve buscando toda la tarde, después del entierro.

Sojito hace caso omiso a la pregunta, disfrutando a plenitud de las últimas chupadas.

—Ajá, bichitos, los capturé arrebatándose y sin invitar a nadie — dice José Miguel Moros, irrumpiendo en el baño.

—¿Y desde cuándo éste es fumón? — pregunta Sojito, pasándole la chicharra.

—Yo lo envenené ayer — responde Giancarlo.

Se suceden las diversas bandas y, en los intermedios, los muchachos se meten al baño en intermitente procesión.

—El "Búlgaro" que no fume más porque se pone paranoico — sentencia Emilio José Antilano.

—Tú lo que quieres es piloneártelo todo — contesta el aludido.

—Apúrense con ese tabaco es lo que es, que por ahí viene el "Mudo" — advierte José Miguel Moros, refiriéndose al cuidador del cine.

Sojito ve a Peter Townshend torturar la guitarra eléctrica. Se identifica con el rictus famélico de Carlos Santana en su "Sacrificio Soul" y, finalmente, siente cómo la sirena exangüe de la Stratocaster blanca de Jimi Hendrix se le escabulle por los meandros de la epidermis.

—¿Y qué, Sojito, te gustó el festival de Woodstock? — le pregunta Gonzalo, al terminar la función mientras salen a la calle.

—Arrechísimo — responde Pedro Esteban.

—Imagínate, chamo, tocando un solo como el del tipo del Ten Years After. Ese sí es un guitarrista rápido — comenta Giancarlo.

—¡Uf! — resuella Sojito — ¿Y ahora para dónde le damos?

—Vamos para mi casa — invita Gonzalo —. Aquí tengo unas pepas de speed que me pasó el "Búlgaro" a cambio de una penca.

—¿Y tu tío? — demanda Giancarlo.

—No hay moros en la costa. Está en Valencia.

—Eso crees tú — clarifica Giancarlo —. Ahí viene José Miguel Moros que es peor que un chicle.

—Operación despiste con él — ordena Sojito.

Dejaron que el agua tibia escurriera sus mármoles veteados de dialectos irrecuperables. Estaban de espaldas, uno al otro, como temerosos de develar su pasión fraguada en brisas impuntuales. Poco a poco se tocaron sus hombros y sus antebrazos.

Ella agarró el jabón y, con delicadeza de prima ballerina, comenzó a friccionarle la espalda. Él permanecía con los ojos entrecerrados mientras las manos de ella dibujaban mapas de espuma y burbujas. Parecía una Magdalena ungiendo a su rabí bienamado. Lo hizo tornarse, despacio, y le enjabonó el pecho. Las manos de él se posaron sobre sus hombros. Ella descendió, en su sacrosanta operación, por el vientre de él, por los muslos de él. Tomó, con sutileza de pastora huérfana, su masculinidad erecta. La acarició y la lavó, diestra como una hurí miliunochesca. Cogió las manos de él y las colocó sobre sus senos. Luego le pasó el jabón y él comenzó la meticulosa tarea de lavarla.

La cargó en sus brazos y, con cautela de venado acechado, la llevó al lecho. Ella temblaba un tanto.

—Sé gentil conmigo — le susurró.

Empezaron a besarse con timidez de principiantes. La mano de él buscó el pecho virgen y sintió el abultado pezón endurecerse. Sus labios entrelazados restallaron con voluptuosidad mullida. La mano tuvo apetito de vientre y de monte de Venus. Ella gimió al sentir la yema intrusa en su clítoris y mojó su gruta de jade con los jugos y fermentos del amor. Sus respiraciones eran dos fuelles sin bridas. La cabeza del amante la dejó sola. Fue en pos del tesoro recóndito. Ella vibró con garbo de espada toledana cuando la lengua de él hurgó, ávida y ansiosa, en su rosada vulva, haciéndola retorcer y sollozar en agonías remotas.

Separó sus piernas y entrevió como él se abría paso por entre las compuertas de su ciega virtud, lenta y pausadamente, pero con denodado silencio. Sentía crujir los cortinajes que preservaban el umbral de sus azarientas querencias al tiempo que sus muslos convulsionaban con espasmos cortos y selváticos. Quería llorar y las lágrimas no le salían. Deseaba abrir los ojos pero había un miedo silvestre taladrando sus jardines sumergidos. El sufrimiento físico era gozo espiritual. Lo amaba.

—¿Te duele mucho? — preguntó él, con voz queda que no lograba aplacar un dejo de nerviosismo.

Ella denegó con la cabeza y buscó su boca. Las caderas de él empezaron a empujar con rítmica cadencia y ella se dejó llevar, anhelando que sus lenguas se unieran para mitigar el dolor nómada que, entremezclado con un cosquilleo escéptico, la recubría de la cabeza a los pies. A medida que él aceleraba su bombeo, ella creía fenecer entre brocados recalcitrantes con una muerte dulce y cimarrona. De repente, él se puso tenso y pareció buscar el aire como un ahogado. Ella sintió un licor tibio penetrar sus veredas cubiertas de guijarros humedecidos. Tomó la fatigada cabeza de su amante, primero y único, entre sus manos y lo vio con ojos de Afrodita apacible.

—Te amo, flaco — le dijo, en la vigilia del nuevo amanecer.

—¡Qué bandido ese Pedrarias!

Giancarlo repite por enésima vez sirviéndose una porción musical de escocés.

—En casa de los Alvarenga están como de velorio, con persianas bajadas, luces apagadas y todo — prosigue el musiú.

—Me dijo Julia que la mamá de María Enriqueta puso la denuncia en la Judicial por rapto y seducción de menor. En buen paquete se metió el flaco — informa Gonzalo, enrolando las últimas briznas de hierba.

—No hables paja porque a ti te trajeron de Valencia por un lío más o menos parecido, según me contaron — asegura Sojito, apoltronado en un sofá estilo danés, tintineando el vidrio de su vaso repleto Old Parr al ritmo de "American Woman" por The Guess Who.

Gonzalo se sonríe con cándida malicia.

—No, vale. Reconozco que yo era medio patotero en El Trigal y que más de una vez acabé fiestas a coñazo limpio. Por eso fue que mi familia decidió mandarme para acá, con mi tío, a ver si la paz y la tranquilidad provincianas me hacen coger carril.

—Y te apareciste en Miguaque con dos morrales full de machiche — guasonea Giancarlo.

—Por cierto que éste es el último joint que me queda — confirma Gonzalo, encendiendo el susodicho.

—Pásale ya el tabaco al musiú, antes de que se le salgan los ojos — recomienda Sojito —. Y hablando como los locos, ¿cómo te va con Julia?

—Chévere, pero hay que ver que las miguaqueñas sí son difíciles. Hasta ahora no hemos pasado de agarraditas de mano, y eso  con mucho guillo. En Valencia a esta hora ya la hubiera arrastrado para la playa, a vacilarnos el amor en una carpa bajo la luna y las estrellas.

Sojito se levanta bruscamente.

—Estas benzedrinas me han tenido toda la noche con un hormigueo en los pies — dice, asomándose por la ventana —. Vamonós, musiú. Ya está amaneciendo y tenemos parcial de Biología en la primera hora.

—¡Qué bolas! — exclama Giancarlo —. Me siento al lado tuyo para copiarme porque no he estudiado nada.

Ambos se despiden y salen. En el cruce de la calle La Cuaima con Federación se separan. Ya hay tímidos rayos solares despuntando en el horizonte. Pedro Esteban se encamina a su casa. Siente un plácido mareo ribeteado de cálidos cosquilleos en los pies y en las manos que le infunden inagotables dosis de energía cinética. Un pensamiento recurrente: "¡Qué porquería es todo esto! ¡Qué porquería de pueblo!"

Entra a la casa. El desorden impera por doquier. Piensa: "La entropía se apoderó de este sistema cerrado ... ¡Barajo con la termodinámica!"

Todas las puertas están abiertas, dando la impresión de moradas fantasmagóricas. Camina con sigilo, como si temiera despertar a despiadados espectros.

Está pasando frente al cuarto de Elena. Unos extraños aletazos solidificados llaman su atención. Se detiene y escucha con atención creciente. Decide asomarse. Hay tinieblas afelpadas cediendo ante el empuje de penumbras rojizas. Distingue el cuerpo desnudo de Elena, atravesado sobre el crujiente lecho.

Se acerca con una mezcla de susto y excitación. No la ve, en ese instante, como la lejana e indiferente progenitora que ha arrojado por encima de sus vidas un manto de sopor fatigoso. Ha habido una transformación entre ambos. El pequeño beato, devorador de vidas de santos y ascetas, está enterrado bajo un grueso estrato psicotrópico. El pequeño beato está aterrado por una avalancha de alucinaciones que resuenan en un jagüey de escalofríos cojos. El cadáver del pequeño beato se pudre en una tumba de colores centelleantes y nómadas.

La respiración de Elena es fatigosa y ronca. Pedro Esteban la toma cuidadosamente por los hombros, la endereza y le coloca la cabeza sobre un par de almohadas. Se retira un tanto. La escuálida luz le permite contemplarla con sus ojos de pequeño beato cadáver. La ve con aprensión de machito en ciernes. Un bulto se apretuja dificultosamente en su ingle. La recorre de arriba abajo, detallando cada encrucijada de esa geografía tan mortífera. Elena deja escapar un largo eructo y un difuminado vaho de alcohol abofetea a Pedro Esteban. "Ella borracha y yo con esta traba", piensa. No, no piensa. Hay un deseo que trepa como una enredadera perturbadora. Su mano, inconscientemente, oprime la protuberancia entre sus muslos. La otra mano se ha acercado tímidamente hasta uno de sus senos. Lo acaricia y lo estruja, suavemente pero con firmeza. Toca el pubis perdiéndose en la maraña pilosa triangular, sin encontrar la raja bendita. Se baja el pantalón y se coloca entre sus muslos entreabiertos, la cabeza entre las dos cúpulas acaneladas que suben y bajan al compás de una respiración incierta, casi asmática. Se desespera porque no consigue el surco del dolor y del placer. Sigue a tientas, maldiciéndose por desconocer los senderos femeninos. Se apodera de él un frenesí de ceremonia aborigen. La erección le produce chispas topológicas en la mano mientras su boca babea epilépticamente las tetas de la diosa inerte. Al fin consigue la grieta a la par que su mano sigue friccionando con amotinada efervescencia el miembro. Tratando de dominarse intenta penetrarla. Un temor inasible lo embriaga y el pánico y la frustración quieren hacerle llorar porque la sábana se mancha con su semilla beatífica en la propia antesala del nirvana. Es un chorro incontrolable que lo moja a él y a Elena con intervalos cósmicos. De súbito, el cuerpo de Elena se sacude. Se aparta asustado y aún goteando para verla arquearse quejosamente. Elena vacía una viscosidad biliosa. Pedro Esteban la empuja, con estupor de desahuciado, haciéndole colocar la cabeza fuera de la cama para que no se sofoque con su propio vómito. Hay un recuerdo de Marilyn Monroe en su memoria. Trata, al mismo tiempo, de arremangarse los pantalones y percibe la almidonosa humedad con que su desvalida virilidad impregna el calzoncillo. Elena, luego de expulsar la fétida gelatina, ensaya a recobrar su postura de espaldas, recogiendo la pierna izquierda. Entreabre los ojos. Pedro Esteban está arrodillado fuera de la cama. No quiere que ella lo vea todavía con el pantalón desabotonado. Elena yace totalmente desnuda, manchada de semen y vómito, sin sentir una pizca de pudor.

—¿Qué haces aquí? — pregunta, con voz cavernosa y aquejada de sueños estropeados.

Pedro Esteban no responde, en un disimulo de vergüenza y culpabilidad.

—Busca un coleto y limpia todo eso — ordena la diosa de las tetas erguidas y se vuelve a quedar dormida profundamente.

Once de la mañana.

Las muchachas del colegio "María Inmaculada" salieron en tropelía a disfrutar del receso en el patio y los pasillos. El tema de conversación era el consabido.

—Quién la hubiera visto con su cara de mosquita muerta y su actitud de que nunca rompió un platico — comentó una trigueña narizona con un peinado a lo Doris Day.

—Ni siquiera aguantó tres pedidas y salió huyendo — remachó una flaca de cara larga y puntiaguda como una garza paleta.

—Ay, pero eso a mí, más bien, me parece ... ¡tan romántico! — significó una gordita pecosa, haciendo gala de su desmedida afición por Corín Tellado y las ofídicas telenovelas.

—¡Qué romántico ni qué ocho cuartos, chica! — descalificó, ipso facto, la trigueña narizona — ¡A quién se le ocurre fugarse con un portugués en una camioneta toda vieja y descascarada!

—Ay, chica, él es tan venezolano como cualquiera de nosotras — protestó la gordita pecosa.

—Pero es un limpio — recalcó la flaca carilarga.

—Y es más feo que un porrazo en la espinilla a medianoche — intervino una catirita cabeza de escobillón.

—Parece un loro machorro — se afincó la flaca garza paleta.

—Jesús, Rebeca, no seas tan ordinaria — la reconvino la trigueña narizona.

—Siempre presentí que María Enriqueta era la más valiente y osada de todas nosotras — suspiró la gordita pecosa.

—Y la más puta también — agregó la flaca garza paleta, sin dar un respiro, provocando risillas cómplices de la trigueña narizona y la catirita cabeza de escobillón.

—¿A quién llamas así, estúpida? — resonaron la voz y la autoridad de Julia Limardo, testigo involuntaria de la soez afirmación, al irrumpir desde detrás de una columna que la había ocultado a la mirada de las urracas parlanchinas.

—Mira, pues, quién sale a defender a la otra — respondió, amoscándose, la flaca garza paleta —: ¡la noviecita del mechudo!

—Una chismosa lengua de hacha es lo que eres tú — replicó Julia.

La trigueña narizona y la catirita cabeza de escobillón se amedrentaron con la fogosa aparición de Julia. No así la flaca garza paleta.

—Defiendes a esa bandida — dijo ésta — porque eres igual a ella. Tal para cual: cada ladrón juzga por su condición.

—¿Y a ti quién te otorgó el derecho de calificar a los demás? — fustigó Julia — Ocúpate de tus propios asuntos y no seas tan entrépita.

Julia pretendió dejar, con esta respuesta, zanjada la discusión. Comenzaba a alejarse cuando la voz arrogante de la flaca garza paleta la detuvo.

—Yo no seré reina de belleza como María Enriqueta y tú, pero por lo menos no ando enredada con drogadictos.

Julia se tornó con gesto de extrañeza.

—No hables idioteces, Rebeca.

La interpelada avanzó dos pasos, separándose de las otras.

—La que no debe ser tan ingenua eres tú, Julia Limardo. Avíspate y abre los ojos.

Julia permaneció paralizada por la curiosidad. La flaca garza paleta aprovechó para consolidar la ventaja que le ofrecía la sorpresa.

—¿Cómo? ¿Todavía no sabes que tu mechudo y sus compañeros de la banda de twist se fuman el LSD como cochinos comiendo nepe? Estás igualita al marido que le ponen cachos: ¡eres la última en enterarte! Yo que tú me cuidaría mucho de arrejuntarme con esos marihuaneros.

Las otras se desamedrentaron.

—Se la pasan con los ojos rojos como un tizón — reseñó la trigueña narizona.

—Y la boca se les pone más seca que teta de vieja — sentenció la catirita cabeza de escobillón.

Julia estaba atónita y luchaba por disimularlo.

"La verdad es que a mí no me gusta nada que los hombres se dejen crecer el pelo, la barba y los bigotes porque parece que anduvieran abandonados y no como José Bardina y Raúl Amundaray que siempre están bien peinaditos y buenosmozos", pensaba la gordita pecosa.

—Cuídate, Julia Limardo, porque leí en la "Vanidades" que los hombres cuando fuman droga se ponen esquizofrénicos y les da por atracar, matar y violar — advirtió, para finalizar, la flaca garza paleta procediendo a abandonar el campo de batalla junto con las otras tres.

Julia intentaba digerir la información en tanto que se dirigía a la salida del colegio. ¿Qué significaba todo esto? "Rebeca es chismosa", meditaba, "engreída y chocante. No, no puede ser cierto nada de eso. Habráse visto. Los muchachos, es verdad, tienen sus rarezas pero no creo que anden metidos en esa cosa tan repugnante".

Salió del colegio, presurosa. No deseaba aguardar por el transporte escolar. Seguía desatando, en su confundida mente, réplicas y contrarréplicas, alrededor de las petulantes disquisiciones de Rebeca. Pero había una sombra tóxica recostada en los huacales extraviados de su alma. "Drogas, drogas", pensaba y asociaba imágenes abyectas, repulsivas, pecaminosas. Estaba asustada.

Cruzó la calle. Distinguió, en el ancho lote baldío que se extendía frente al colegio, una nube polvorienta que se acrecentaba en galopes férvidos. Era Alfredito Enrile, acercándose, como si huyera de pestes preñadas, encima de un cuarto'e milla.

—¡Julia, Julia! — oyó gritar su nombre y desaceleró el paso.

Alfredito Enrile desandó la distancia en poco tiempo, colocándose al lado de Julia mientras contenía al brioso macho tensando las riendas.

—Si me vas a preguntar por María Enriqueta, Alfredito, déjame decirte, de entrada, que yo fui la primera sorprendida con lo que pasó.

—Pero, ¿co-co-co-cómo es po-posible, Ju-Julia? — atinó él a interrogar con su infaltable tartamudeo.

—No sé, no sé. Preferiría no hablar de eso.

—E-ese ma-maldito po-portugués. Si lo vu-vuelvo a ve-er le voy a re-reventar el a-a-alma a pa-patadas — amenazó Alfredito Enrile.

—Con eso no se soluciona nada. Si María Enriqueta tomó esa decisión sus razones habrá tenido ...

—Pe-pe-pero es que no-no hay ni-ninguna explicación, Ju-Julia.

Ella se había detenido. Miraba a la lejanía.

—Sí la hay.

—¿Y-y-y cuál es, e-entonces?

—Se enamoró, Alfredito. Simple y llanamente. Todo el mundo quería obligarla a ser lo que ella no deseaba ser, a amar lo que ella no tenía por qué amar, a guardar una apariencia que no se ajustaba a la realidad de su corazón. María Enriqueta se obstinó de vivir en un mundo que no es su mundo.

—No, Julia, de-déjate de pe-pendejadas. Esa no-no es una ra-razón para salir hu-hu-huyendo co-como u-una p ...

Julia estalló en cólera, interrumpiéndolo.

—Te equivocas, Alfredito Enrile. Puede que yo no apruebe su conducta pero eso no nos da pie para calificarla de prostituta.

Alfredito demudó el enojo por la burla amarga.

—Y yo-yo que estaba pe-pensando se-seriamente ha-hablar con mi tío E-Efraín y mi-mi tía Ma-María Esperanza para pe-pedirla e-en ma-matrimonio.

Julia lo escrutaba con ceño sardónico cuando un ruido estrábico de metales en fricción le hizo volver la cabeza.

Gonzalo se acercaba, cabalgando una desportillada Harley & Davidson de largos, angulados y cromados manubrios que se reflejaban agresivamente en unos cosmopolitas espejuelos de aviador. Frenó haciendo gemir los cauchos. Julia quedó flanqueada. Gonzalo lucía risueño.

—Vengo del colegio — explicó, haciendo oir su voz por encima del estruendo reseco de la moto —. Pregunté por ti y me dijeron que hacía poco te habías ido.

—Sí. Decidí venirme antes de la hora. ¿Tú conoces a Alfredito Enrile?

—Tanto gusto — expresó Gonzalo, cándidamente.

Alfredito chasqueó los dientes despectivamente. Gonzalo resintió el desaire.

—Bueno, creo que es hora de irme — intervino Julia para cortar la tensión.

—Si quieres te llevo — ofreció Gonzalo.

—No, gracias. Prefiero irme a pie.

—Déjame llevarte, Julia. En realidad, a eso vine — insistió Gonzalo, patentizando su interés especial por la chica.

—Es que ... no sé si será correcto montarme en tu moto — explicó ella, observando muy de reojo y rápidamente a Alfredito Enrile.

—¿Qué tiene de malo que te vengas en mi moto?

Alfredito Enrile ripostó con tono gélido que no lograba disimular su gaguera.

—Aquí, en Mi-Miguaque, las mu-muchachas decentes no se a-andan mo-montando en mo-moto como las pu-putas drogo-gómanas de Caracas y Valencia.

Gonzalo se irritó con la indirecta.

—¿Qué tiene que ver la decencia con las motocicletas?

—¿Qui-quién es e-este pa-pazguato, Ju-Julia? — increpó Alfredito Enrile, halando la rienda por la inquietud del macho ante el ruido metálico — ¿O-otro de los hippies a-amigos de So-Sojito?

—Muchachos, por favor ...

—¿Qué es lo que te pasa a ti, imbécil? — retó Gonzalo, crispando los puños.

—¡Gonzalo, no! — Julia trató de aplacar los ánimos.

—¿Conque te-te las da-das de a-arrechito? — el tartamudeo de Alfredito Enrile era ahora un hilillo de bucles engripados.

Gonzalo se sintió presa de una furia pagana. Arrancó bruscamente con su moto levantando la rueda delantera. Dio una media vuelta pronunciada y enfiló de frente contra Alfredito Enrile. El caballo se encabritó.

—¡Muchachos, no! — gritó Julia, echándose hacia atrás.

Alfredito Enrile consiguió controlar al macho. Con un breve caracoleo, esquivó el encontronazo y procedió a perseguir a Gonzalo.

—¡Pa-párate, ma-maricón!

La humareda no lograba delatar quién perseguía a quién. El lote baldío pronto se les hizo pequeño. Alfredito jineteaba con destreza inscrita en el código genético. Gonzalo hacía que la motocicleta se desgañitara en roncos bramidos.

Se entrecruzaron varias veces, como bizarros caballeros en justas medievales, midiéndose y observándose con ira creciente.

De pronto, Gonzalo quiso sorprender con una maniobra de esguince, alzándose y estirando su mano para halar a su contrincante. Alfredito Enrile eludió el lance aprovechando el acendrado dominio que tenía de su cabalgadura. Gonzalo se fue de lado, casi en horizontal, procurando dar un giro pronunciado en alta velocidad. Un desnivel del terreno le hizo perder el equilibrio. La caída fue brusca y aparatosa. Rodó cinco metros y quedó tendido, largo a largo.

Alfredito Enrile giró, volviendo caras. Espueleó al cuarto'e milla y enfiló al galope hacia donde estaba su adversario. Había perdido todo sentido de la ecuanimidad.

Gonzalo vio, en nubes cristalinas desenfocadas, lo que se le venía encima. Haciendo un esfuerzo denodado, se apartó de las mortíferas coces logrando, con el mismo impulso, levantarse. Todo le daba vueltas, pero el instinto lo guió en tres zancadas hasta la moto. Alfredito Enrile venía cargando otra vez y todavía no conseguía encenderla. Nuevamente creyó verse bajo los cascos del bruto.

Se agachó, dominando el mareo, en una fracción de segundo y asió una laja. La lanzó con todas sus fuerzas y vio, a través de una capa plástica de sudor, cómo atinó a clavársela en la frente, tumbándolo del caballo. Un fortuito acto reflejo lo hizo brincar felinamente para sortear al equino.

Alfredito Enrile sintió la sangre como un manojo líquido en su cara. Una sombra arcillosa se le aproximó, prendiéndolo por la pechera. De un templón, Gonzalo lo alzó con brusquedad. Alfredito Enrile procuró soltar sus pesadas manos, en gesto defensivo, pero un veloz pescozón de su contrincante lo desarticuló, cayendo al polvoriento suelo como un amorfo saco de estopa.

Gonzalo lo miró arrastrarse. Sentía una suerte de punzón hurgando entre sus costillas. Repentinamente, recordó.

Buscó a Julia, pero ella no estaba ahí. La calle cercana lucía desierta. El azul mentolado del cielo y el terrible sol del mediodía asesinaban las sombras.

La respiración de Alfredito Enrile se escuchaba dificultosa. Gonzalo recogió su moto, la encendió a la segunda patada y se alejó raudo, haciendo flamear su lacia melena por entre los cortinajes de la canícula llanera.

Arístides Mazatlán se acercó pausadamente a Sojito.

—El padre Carrasco quiere hablar contigo. Te aguarda en su despacho.

Pedro Esteban reaccionó mecánicamente, apartándose del corrillo que comentaba las incidencias del examen que habían presentado en la mañana.

Se encaminó hacia la dirección del colegio con la mente en blanco, del mismo modo como había efectuado la prueba parcial. Traspuso la antesala y, sin pedir permiso a la secretaria, se introdujo.

El padre Carrasco estaba hojeando unos textos. Levantó la mirada y observó a Sojito con ceño severo. Pedro Esteban, sin inmutarse, tomó asiento en un sillón.

—Hacía tiempo que deseaba hablar con usted, señor Sojo — dijo el padre Carrasco, levantándose molesto y recalcando con acidez lo de "señor".

Sojito no respondió.

—Su conducta, en los últimos tiempos, ha dejado mucho que desear — continuó el padre Carrasco, mientras llevaba el tomo que había estado hojeando hacia un lugar vacío en la biblioteca —. Su rendimiento, lógicamente, también se ha visto afectado por la irregularidad de su proceder. He visto sus últimas calificaciones y, francamente, no sé qué comentarios podría usted hacerme al respecto.

Sojito miraba al vacío, sin expresión en el rostro. El padre Carrasco se impacientó.

—Le estoy hablando, señor Sojo. Aguardo su respuesta — puntualizó el cura, secándose el sudor.

Pedro Esteban ni siquiera se dio por aludido. El padre Carrasco se enervó y golpeó la mesa con la palma de la mano.

—Pero bueno, ¿qué falta de respeto es esta? ¡Hágame el favor de ponerse de pie cuando le hablo! ¿Cómo pretende usted entrar al servicio de la Iglesia siendo incapaz de mantener la sumisión y el respeto imprescindibles?

Sojito enfocó sus pupilas en él con aire de euforia extraviada.

—Qué Iglesia ni qué Iglesia — musitó, con desgano terroso.

—¡¿Cómo?! — exclamó el padre Carrasco, dejando flotar goterones de sudor y saliva.

—Vieja Iglesia no le gana a Pink Floyd ... — respondió Sojito, levantándose del sillón con pesadez.

El padre Carrasco se quedó atónito ante lo fuera de contexto que le parecía la escena. Usualmente, la sola imponencia de su corpachón sudoroso y montaraz amedrentaba a los muchachos más rebeldes. Y, de complemento, siempre tenía a la mano una regla de corazón de acapro, mentada "La Milagrosa", con la cual lograba restablecer la disciplina. Se decidió a darle una lección a quien había sido el favorito de sus alumnos. Tomó la regla y se abalanzó presuroso hacia él.

Sojito le había dado la espalda. Iba hacia la puerta.

—¿Qué dijiste, infeliz? — alcanzó a decir el padre Carrasco antes de arrearle el primer palmetazo a Sojito por el omoplato, con fuerza desmedida por la furia que lo embargó al notar la displicencia del discípulo.

Pedro Esteban sintió un ardor náufrago. Antes de que pudiera reaccionar fue víctima de otro reglazo. Y de otro. Y de varios más.

El padre Carrasco parecía ensañarse. Sus ojos eran dos muecas bizcas y brotadas. ¿A quién golpeaba con tanta cólera? En cierto recuadro fugaz del vértigo empapado en sudor, se vio a sí mismo en ardides de autoflagelación. En otra secuencia de carrusel en barrena, vio la boca sensual de Elena abriéndose golosa y lúbrica.

La mano del padre Carrasco descendió por última vez, ya sin fuerzas. Colocó a "La Milagrosa" sobre el lomo de Pedro Esteban como si, desdeñosamente, lo estuviera armando caballero. Su frente, poblada por transpiraciones inhóspitas, viró hacia la puerta. Vio la silueta de la secretaria, aterida por la sorpresa y con la mano en la boca, reprimiendo un grito.

—¡Váyase! ¡Cierre la puerta! — le ordenó. La temerosa mujer obedeció sin un respingo.

Se agachó para recoger el exánime cuerpo de Sojito.

—No me toques, balurdo — exhaló Pedro Esteban, al tiempo que se arrastraba con impulso eléctrico para evitar la mano del cura.

—Señor Sojo, perdóneme. No sé lo que me pasó — alcanzó a decir el padre Carrasco, por primera vez en su vida abrumado por la vergüenza de haber tenido que recurrir a los bárbaros palmetazos.

Pedro Esteban se levantó con un dolor de salmos resecos.

—Estoy tan apesadumbrado al verlo de esa manera, señor Sojo. A usted que ha llegado a ser mi alumno favorito por su inteligencia, por su aplicación y por su esmero en el estudio. Ahora que lo veo, entregado al vicio y a las bajas pasiones, he creído verme a mí mismo.

El padre Carrasco hablaba en un dialecto cándido, como si estuviera representando un monólogo escrito por dramaturgos tercermundistas.

—Porque, ¿sabe?, usted, señor Sojo, es como yo: vanidoso, concupiscente y ególatra. No se culpe, señor Sojo. He anhelado redimirme haciendo de usted un bálsamo para mi némesis. He deseado convertirlo en un paradigma. Hasta hace poco, usted lo ha sido, ¿no es cierto? Recuerdo cuando venía usted a preguntarme detalles de la vida de los santos varones de la Iglesia. ¿Lo recuerda usted también?

El padre Carrasco parloteaba con cadencia de actor de ateneo tercermundista.

—Notaba claramente los atributos de la piedad que le revestían de esa aura mística que siempre portan los elegidos. Apuesto a que le embargaban crisis ascéticas. Ah, ya veo que estoy en lo cierto por la manera cómo reacciona usted, señor Sojo, y no me sorprende porque yo también, cuando tenía esa maravillosa edad de la inocencia y del paraíso perdido, las sentía. Me oprimían el alma, señor Sojo, y me sentía cerca del Señor. Quería ser un cardenal santo a toda costa. Soñaba despierto. Me veía beatificado y purpurado, confortado por el orgullo de mi madre que ahora está en el cielo.

El padre Carrasco peroraba con énfasis siseante de crítico literario tercermundista.

—Hasta podía ver, nítidamente por lo demás, mi nombre en gruesos caracteres de periódico: ¡el primer cardenal santo de Venezuela! Con mucha suerte, por supuesto, si antes no me ganaba la partida José Gregorio Hernández. Y mi espíritu se elevaba impoluto, como nube de incienso, como pájaro desnudo.

El padre Carrasco despercudió su alma con sinceridad de intelectual de cafetín tercermundista.

—Pero, ¿qué digo? ¿En qué me convertí? Hubo un día, señor Sojo, en que percibí la prisión de la carne por vez primera. Los pinchazos de la envidia y los mordiscos de la lujuria. ¡Dominus vobiscum! Leí una y mil veces los evangelios para encontrar inspiración y consuelo. Esos fueron mis cuarenta días en el desierto. Cuarenta días de ayuno y transfiguración contemplativa, luchando a brazo partido con el pérfido demonio y sus abyectas tentaciones. Su espada llameante tasajeaba mi carne y yo gozaba sufriendo porque sabía que la mano del Todopoderoso estaba cerca para rescatarme de esas tentaciones babilónicas. Me di el gusto de resistir y demostrarle a mi Padre, que todo lo oye y todo lo ve, que era digno de Él y de Su gloria.

El padre Carrasco esbozó una sonrisa de prohombre culturoso tercermundista.

—El día que entré al seminario supe que había vencido en la batalla. Escuché unas trompetas celestiales que señalaban mi destino de miembro por derecho propio del santoral. Era un encantamiento maravilloso, señor Sojo. Ya tenía un pie dentro del cielo.

El padre Carrasco ensombreció su semblante con falsa hidalguía de escribidor barbudo tercermundista.

—Pero nunca conté con los putrefactos gusanos que quedaron viviendo en las heridas que me infligió Satán en esta carne perteneciente a este irredento mundo. La fortaleza de mi deseo de santidad cardenalicia fue, a la vez, la debilidad de mi perdición. ¡Qué de sueños pecaminosos me atormentaron en esas noches de claustro, convirtiéndose en obsesiones ceremoniales paganas, en liturgias sensuales que practiqué con el pudor insensato de los irremisos! Creí perderme en laberintos de barro. El suicidio vino a mí como la expiación necesaria. Me dije: ¡afróntalo, afróntalo, afróntalo! Esa es la solución de los valientes. Ni siquiera a eso podía llegar.

El padre Carrasco se  mesó la calva con hipócrita sumisión de poetastro urbano tercermundista.

—Adiós, santidad. Adiós, beatitud. La pusilanimidad es tan grande, señor Sojo, que ni siquiera logro desprenderme de estos hábitos. Envidio a las macaureles y a las mapanares que cambian de piel. Pedí un millón de veces: ¡metamorfosis, ven a mí! Pretendí errar en universos embriagados y heme aquí: confuso, desquiciado y desnudo. Cuando llegué a Santa Narda de Miguaque creí posible enmendarlo todo. Estaba usted, además.

El padre Carrasco miró a Sojito con amor de feminista frustrada tercermundista.

—Era como mi otro yo redivivo, ávido de una nueva oportunidad para alcanzar la epifanía. ¡Juro por todos los ángeles del cielo que lo intenté de veras! Traté de guiarlo, señor Sojo, por el camino que nos indican las sagradas escrituras. Pero, a la larga, tenía que fallar. No había escapatoria. La carne se impone con denuedo. Quisiera desgarrarme la epidermis y arrancarme las gónadas para no sentir más estos buitres enceguecidos que me picotean las entrañas, sin dejar de bailar al son de una tonadilla macabra y sangrienta. Quisiera vaciarme las órbitas para no ver más esas obsesiones de pedernal que estallan en mi alma como mil chispazos, como mil fogonazos. Vivo ofuscado por deseos de fornicar, por deseos de avaricia, de codicia, de ira, de sevicia, de blasfemias, de locura.

El padre Carrasco se reía. Sus carcajadas resonaban como un hipo tóxico en el crucifijo de la mesa y en el retrato de Juan XXIII que colgaba de la pared.

—Ayúdeme, señor Sojo — dijo, recomponiéndose un tanto —. Ayúdeme, se lo suplico, en retribución de lo mucho que he hecho para que su alma pertenezca a la pléyade de los bienaventurados de nuestra santa madre Iglesia. Tiéndame una mano, señor Sojo. No deje que me hunda en la arena movediza de la insania. Ambos estamos hechos de la misma argamasa y nos merecemos un tantico de lealtad mutua. Nos parecemos como dos gotas de agua, ¿no le parece, señor Sojo?

El padre Carrasco pretendió tomar a Pedro Esteban del brazo.

—No se aparte, señor Sojo. Déjeme contar con usted. Deténgase, por favor.

El cura, alucinado, perseguía a Sojito por la minúscula oficina.

—Deberíamos vivir en simbiosis, como los líquenes. Qué bien, ¿verdad?

Sojito se tropezó con "La Milagrosa". La rescató del suelo y, con movimiento zorruno, le asestó un tarrayazo al padre Carrasco por el pecho. El sacerdote detuvo su marcha y, por un momento, pareció que recuperaba sus cabales.

—Pero, ¡¿cómo se atreve a ... ?!

—¡Microorganismo obtuso! — lo adjetivó Sojito, volviéndolo  a sonar por la rabadilla y por las corvas.

—¡Yo soy la roca que golpea a la ola! — replicó el padre Carrasco, adelantándose en veinte años a la canción del "Puma" José Luis Morillo.

—¡Germen putrefacto! — lo arreó Sojito por el cuadril.

—¡Es una deuda que tengo que pagar, como se pagan las deudas del amor! — Juliojaramilleó el padre Carrasco.

—¡Carcinoma de apostasía! — Pedro Esteban le descargó "La Milagrosa" por el occipucio y por el cogote.

—¡Dicen que la distancia es el olvido! — el padre Carrasco entró en éxtasis.

Los palmetazos tenían ritmo de guaguancó.

—¡Dios mío ... qué locura es esta! — irrumpió la secretaria, arrebatándole "La Milagrosa" a Sojito.

El padre Carrasco, catatónico y sofocándose en pleamares de sudor, se imaginaba bailando mambo moruno con la virgen de La Macarena (que extrañamente se parecía a Elena) en el "Roof Garden" de Zaragoza, Ohio.

Los carrillos regordetes de Juan XXIII ahora le sonreían una plácida mueca, con guiño y todo, a Sojito.

—Lo van a expulsar por esto — advirtió la secretaria, ayudando al vapuleado y ensopado cura a erguirse.

—Aquí es — anunció Pedrarias.

"La Miguaqueña" abandonó la avenida Urdaneta en la esquina de la plaza Candelaria, yéndose a estacionar a corta distancia de una venta de churros.

María Enriqueta observó el grisáceo edificio de arquitectura muy en boga en los años cincuenta. Le parecía estar en Europa por la profusión de ibéricos por doquier.

—¿Estás seguro que hacemos bien, Wilson? — preguntó.

—No te preocupes.

Descendieron ambos y se introdujeron en el inmueble. Dentro del ascensor, Pedrarias le tomó la mano y la miró con afectividad profunda. María Enriqueta recostó su cabeza en el pecho de él.

"Es maravilloso ser arropada y protegida por un hombre que te quiere de verdad", pensó.

La puerta del ascensor se abrió. Avanzaron por un pasillo relleno de tonalidades crema y azul cielo. Pedrarias pulsó un timbre frente a un apartamento de sólida puerta de cedro. Al abrirse, una venerable cabeza canosa emergió.

—Tía Fafá — dijo Pedrarias, abrazándola con efusividad, para luego tornarse a introducirla a la presencia rubia —. Ella es María Enriqueta.

La tía Fátima la escrutó sin malicia.

—Pasen. Eishtán na sua casa — respondió, con grueso acento portugués.

Hubiera querido darle la mano a María Enriqueta, pero lo sorpresivo de su aparición y las conjeturas que no tardó en hacerse, aunadas a la tradicional reserva campesina lusitana, la restringieron un tanto. Sentía algo de nerviosismo y luchaba por no transparentarlo.

—Vou a fazer augo de café. Sémtense que ya jregreso.

Los dos fugitivos se apoltronaron uno junto al otro en un sofá de paletas.

—Ya vas a ver cómo es ella. Es un ser muy, pero muy especial.

María Enriqueta asintió mientras paseaba la mirada por el austero apartamento, engalanado por una borrosa ampliación de  una pareja matrimonial proveniente de  los remotos años de  la Gran Guerra Europea.

—Esos son mis abuelos — describió Pedrarias — cuando se casaron en Aveiro, hace como quinientos mil años, durante el período jurásico de la era secundaria, según palabras textuales de Sojito. Aquella es la máquina de coser con que tía Fafá me arremangó los pantalones de kaki que tenía puestos el día que te conocí, ¿te acuerdas?, y ese es el pick up donde estrené el primer disco de Los Beatles que compré.

En eso salió la tía Fátima con una bandeja, una tetera y tres tazas.

—Perdounen lo malou. Eish que casi numca jrecéibo visítash.

—No se preocupe, señora Fátima — dijo María Enriqueta, incorporándose para ayudarla con el servicio —. Aunque es la primera vez que nos vemos, creo conocerla de toda la vida por lo mucho que Wilson me ha hablado de usted.

La tía Fátima sirvió el café parsimoniosamente. Los tres comenzaron a sorberlo sin mucho apuro, como dando tiempo al tiempo por no saber qué decir.

—Y bien, tía Fafá — se aventuró Pedrarias a romper la reserva —, ¿cómo te parece mi mujer?

María Enriqueta bajó la mirada con un ligero rubor. La tía Fátima colocó gravemente su taza a medio consumir sobre la bandeja.

—Creu, Coquinho, que por o ben de toudosh, não se débem apresurar as cóisash. He sabéido o que ushtéidesh han héishu. Eu lo sentu muito cuando vou a decir éishtu: pensu que os dóish han cometidu um tejrrible ejrror.

El semblante de Pedrarias se emsombreció. María Enriqueta no despegaba la vista del piso.

—Não han debéidu haberse eishcapadu de la forma em que lo fazeron. Ashá, no Miguaque, quedou um lío enorme porque ushtéidesh em suo egoishmu, se oulvidárum que exíshtem duas famíliash preocupáidash por o que acontece a ushtéidesh dóish.

—Dos familias, tía — interrumpió Pedrarias —, que siempre se han opuesto a dejarnos vivir lo nuestro en libertad. El egoísmo no es nuestro, es de ellos.

La tía Fátima no se inmutó por el vigor con que Pedrarias defendió su parecer.

—Vocé puode falar assim, Coquinho, con toda éisa déishpreocupação porque vocé é um hombre. Nada pierde, ningué. Pero féijate en esha. Esha perdeu a sua inocencia. ¿Con qué se preseinta esha na sua casa, agora depóish de éishta aventura que não tem ningún sentidu?

—Su casa es donde yo esté. ¿Es que no comprendes, tía? Ya ni siquiera la considero mi noviecita. ¡Es mi mujer! La mujer que elegí, y que me ha elegido, para pasar juntos el resto de nuestras vidas.

—Esha é uma menor de edade, ante la religião y la jushtéicia. Não pode casarse ni comprometerse sim la aprobação de suo pai e de sua mai.

—¡Al diablo con la religión y la justicia! — ripostó Pedrarias.

La tía Fátima se levantó como un resorte.

—¡Não blashféimesh na minha casa, Coquinho!

Un silencio circular descendió durante varios segundos. Pedrarias se mordía la lengua.

—Vocé sabe bem que sempre he deseado o melhor pra vocé — retomó la tía Fátima, luego de respirar profundamente — porque háish séido casi como um filho pra mim. Pero éishtu não pode ser. Ash cóishash na vida tem a sua  manera de ajrreglarse. Não de éishte móudo, eishcapándose coumo bandéidush, jrompendu con todos osh precéitush y bushcandu jrefugiu no pecadu. Vocé não pode dishponer da véida de éishta criatura como si vocé eishtuviera jugando áish eishcoundéidash.

—Yo me vine con él porque así lo quise, señora Fátima — replicó María Enriqueta, con la voz a punto de quebrársele —. Además, yo lo amo.

Pedrarias se levantó, aproximándose a la tía Fátima.

—Compréndenos, tía Fafá. Si hicimos lo que hicimos es porque no teníamos más alternativas. Hubiésemos querido que nuestros padres comprendieran nuestra situación y, a lo mejor, todo habría resultado en un noviazgo convencional. Pero no se pudo. Nos erigieron barreras infranqueables, nos acosaron, nos hostigaron y nos vilipendiaron. Llegó un instante en que no pudimos soportar más estar separados por convencionalismos idiotas. Y aquí estamos.

La tía Fátima, resignada, se tornó hacia Pedrarias.

—E agora, ¿qué éish o que quiérem?

—Que nos ayudes — contestó él.

—Perou ... — titubeó la tía Fátima.

—Escucha, no deseamos importunarte. Sabemos que nuestra posición es delicada, pero estamos resueltos a llegar hasta el final. En este momento precisamos de tu apoyo moral porque, de hecho, nos hemos quedado sin familia.

La tía Fátima cavilaba.

—Tenemos que buscar, en lo inmediato, un lugar donde asentarnos — prosiguió Pedrarias — y yo tengo que conseguir un trabajo. Nuestras intenciones son serias, tía Fafá. Hasta pensamos casarnos lo más pronto posible. Pero necesito que me ayudes hablando con cualquiera de tus conocidos para que me emplee. Es todo lo que te pido. ¿Nos ayudarás, tía?

Pedrarias y María Enriqueta, tomados de la mano, aguardaban ansiosos la respuesta.

—Não sé si será cojrrectu ...

—Cuando se ayuda a dos personas que se quieren, como Wilson y yo, nada es censurable, señora Fátima. Créame cuando le digo, de todo corazón, que no hemos buscado perjudicar a nadie.

—Tudavéia éiresh muito niña pra falar asim.

—Puedo tener poca edad — afirmó María Enriqueta con convicción —, pero me siento responsable y capaz para asumir el rol de mujer al lado del hombre a quien amo.

La energía de los jóvenes acabó por convencer a la tía Fátima.

—Eishtá bem, eishtá bem. Vou a ashudarlus.

—Gracias, tía Fafazinha — los ojos de Pedrarias relampagueaban de alegría —. Sabía que no nos podías fallar.

—Vou falar mañana méishmu con váriush paisánush pra ver quem de éshush pode emplearte, Coquinho. Por o méinush não os vou a dejar murir de hambre. A propóisitu, ¿dónde eishtán vivemdo agora?

Pedrarias le refirió el hotel donde habían pernoctado.

—Recojan as suas cóisash e se múdam pra no apartamentu do Sabana Grande. Coquinho lo conoce. Pódem utilizarlo mentras eishtá desocupadu. Aquí eishtán as shaves.

Pedrarias la abrazó con infinita ternura.

—¡Tía Fafá!

La tía Fátima se zafó con tenue timidez.

—Ea, vai agora. Vai, Coquinho.

Pedrarias y María Enriqueta se marcharon, radiantes. La tía Fátima procuró distraerse recogiendo el servicio de café y, mientras fregaba, no dejaba de preguntarse si había hecho bien.

Sonó el teléfono. La tía Fátima acudió a responder.

—¿Sí? É Fátima que fala ... Sí ...

El rostro de la tía Fátima comenzó a cambiar de expresión.

—Não pode ser ... pero si eu ... no meu apartamentu de Sabana Grande ... Eishtá bem ... Tudu bem ... Adéush ...

Colgó y se quedó pensativa.

La noche cayó sobre el pueblo de Miguaque con el entusiasmo de una sustancia sin fronteras.

David atravesaba las polvorientas calles que aleteaban por las resecas orillas de la antigua laguna de La Chamana, ahora convertida en un lodazal astillado, pletórico de basuras, carroñas nostálgicas y moscardones impertinentes. El calor se entronizaba en filigranas infames.

Divisó el viejo corral de doña Martina, reguero de paredones mutilados e invadido por abrojos tributarios de la desidia y el abandono. Constató que nadie lo había seguido. Con apuro recogido, penetró al interior de las cenicientas ruinas. Un viento de guásimos disonantes lo conminó a pegarse de las húmedas y mohosas paredes. La oscuridad era un ensalme desconocido.

Tenía miedo de caerse, por lo cual asió contra su pecho el paquete. Siguió avanzando con asombro colindante con el pavor. De haberse tropezado con un búho, habría salido corriendo como alma que lleva el diablo. Atisbó entre la niebla invisible y vio un murmullo lumínico que describía una especie de elipse juguetona. Descubrió el viejo truco de la brasa de cigarrillo girando y el efecto consiguiente producido por la permanencia de la impresión en la retina.

—¿Eres tú, Davo?

—Sí.

—Vente, pues.

David avanzó, más confiado. Azaelito lo aguardaba, sentado encima de una astillada gavera de refrescos.

—Te traje esta ropa que estaba en el escaparate tuyo — dijo David, entregándole el alijo.

—¿Nadie te vio venir?

—Negativo.

—¿Seguro?

—Pero bueno, Lito, ¿cuál es el misterio?

—Las precauciones nunca están de más. La cosa está pelizorrera. ¿Me conseguiste algo de plata?

David extrajo del bolsillo cinco billetes de a cien bolívares.

—Toma. Los saqué de mi cuenta porque me daba pena pedírselos a mi mamá, mucho menos a mi papá. Le hubiera dado una apoplejía.

—Gracias, Davo.

Se escuchó un grito cercano, oculto detrás de unas ramas que arrojaban sombras chinescas.

—¡David, samamabísch!

Azaelito se levantó como tocado por el rayo. Con espasmo félido, un treinta y ocho especial "Smith & Wesson" apareció en su mano. David sintió sus piernas como gelatinas candentes.

—¡David, samamabísch! — se volvió a escuchar la voz, acompañada de crujidos en el montarascal — ¿Con quién te encuentras en el extravío contingente de este cementerio sórdido?

—¡No lo tires! — conminó David a Azaelito, quien se aprestaba, sin duda alguna, a apretar el gatillo — ¡Es Sojito!

Pedro Esteban brotó como un espectro, apartando escombros botánicos.

—Te dejaste seguir — recriminó ácidamente Azaelito.

David se quedó inmutable, sujetándole el brazo a su hermano para que no se le fuera a ir un disparo.

Sojito se acercó, escudriñándolos.

—¿Y éste quién es, don David? Si no tuviera esa barba de guerrillero bizantino me atrevería a jurar que se parece a Azaelito.

—Es Azaelito — confirmó David.

—¿Entonces, Azaelito? — saludó Pedro Esteban.

Azaelito refunfuñó, disgustado.

—Coño, carajito, de vainita no te pegué un plomazo.

Sojito ni se perturbó siquiera a la vista del arma.

—¿Se puede saber de dónde carrizo sales tú? — inquirió David.

—Te siguió — insistió Azaelito —. Ahora todo el mundo se va a enterar que estoy aquí.

—No es mi norma seguir a nadie, y mucho menos por estos maramarales donde se está perfectamente expuesto a la mordedura de terribles reptiles — empezó Sojito a explicarse —. En realidad, debo confesar que llegué aquí primero que ustedes desde esta tarde, buscando refugio ante la persecución de sicarios que anhelan apoderarse de mi pellejo para freirlo en aceite y exhibirlo en lo alto de una pica, como hicieron con el general José Félix Ribas en tiempos de la Guerra a Muerte.

—¿Por qué hablas como un intelectual colombiano, Sojito? — preguntó Azaelito, con ciertas ganas de reir.

—Está fumado — constató David, denotando un rastro de enojo —. Así que viniste para acá a ocultarte después de la pelotera que armaste hoy.

Sojito se encogió de hombros.

—Mi memoria no registra incidentes dignos de la caridad del recuerdo.

—¿De qué hablan ustedes? — intervino Azaelito.

David hizo el relato de los palmetazos del padre Carrasco. Azaelito rompió a carcajadas, gozando un imperio con la osadía del ex-pichón de cura.

—Eso sí que estuvo bueno. Y pensar que fue Sojito quien le dio su escarmiento a ese mequetrefe — recalcó Azaelito, hipeando por la hilaridad.

—En tremendo lío te has metido, chamo — reconvino David a Sojito.

—Como dice el escatológico intestino grueso: ¡son gases del oficio! — argumentó Pedro Esteban, prolongando su euforia artificial.

—Lástima que malgastes toda esa energía que tienes en ese asunto de drogas, Sojito. Un tipo con tu inteligencia debería canalizarse mejor en el ámbito de la dialéctica social, sobre todo cuando se vive en un medio limitado como éste, signado por la podredumbre de valores y la complicidad.

—Tienes razón, Azaelito — respondió Pedro Esteban —. Pero, ¿cómo podríamos encauzar nuestras aspiraciones?

—Como hiciste tú con la persona de ese cura torpe y corrompido: golpeando y aniquilando.

David hizo patente su inconformidad.

—No estoy de acuerdo con la violencia.

—Nadie lo está, Davo. Pero llega un instante en que descubres cómo se maneja el tinglado y te decides a luchar contra tanta iniquidad. Fíjate, yo creo que Sojito no levantó su mano contra el padre Carrasco por meras desavenencias personales sino que, en el fondo, tuvo su primera rebelión contra ese monstruo irradiador de ignorancia y superstición que ha sido la Iglesia Católica. Aliados con nuestra oligarquía, con los militares y con los políticos mediocres, los curas se han encargado de anestesiar a nuestros pueblos con toda esa sarta de sandeces que predican desde el púlpito para mantenerlo sumiso, obediente y engañado. Medio te atreves a cuestionar o a develar la ignominia de esa coalición perversa y tienes que huir, tal como lo estamos haciendo en este momento Sojito y yo. Bien lo dijo Marx, la religión es el opio del pueblo. O la marihuana. Nos quieren adormecer para explotarnos mejor. Antes que eso suceda, prefiero que ellos sean barridos de la faz de la tierra con todos sus sirvientes, lacayos y títeres. Y en eso estamos, Sojito.

Pedro Esteban meditó un tanto al conjuro de estas palabras que estrujaban y enjugaban el pozo de resentimientos en la ebullición de su alma.

—¿Tú crees que sea llegado el momento de organizar una eutanasia política? — preguntó.

—Claro que sí. Esta generación de barrigones miopes y picados de viruela que nos gobierna fracasó. Lo peor de todo es que no están dispuestos a aflojar el poder por las buenas, aun cuando se llenen la boca hablando de democracia y elecciones mientras, simultáneamente, masacran al pueblo, al estudiantado y a todo aquel que se manifieste públicamente con cierta dosis de dignidad. ¿Ustedes no han escuchado hablar de los cientos de desaparecidos durante el gobierno de Leoni, política que, al parecer, ha decidido continuar Caldera? ¿No han escuchado hablar del asesinato del profesor Lovera? ¿De los campos de concentración, muy al estilo nazi, de Yumare, Cachipo y La Pica?

David asomó un titubeo de respuesta.

—No.

—Yo sí he oído hablar de todo eso — prorrumpió Sojito, ya un tanto más sobrio —. Pero siempre se nos ha dicho que esas son leyendas de la propaganda comunista, magnificadas por Radio Habana-Cuba. ¿De verdad que eso existe, aquí en Venezuela?

Azaelito se tomó su tiempo.

—A ti te parecerá increíble, pero es cierto. Este país es una ficción, excepto para los grandes usufructuadores del sistema. Los ricos, los curas, los militares y los políticos. Los demás, que coman mierda. Por eso es que existe la guerrilla, para luchar y doblegar a los explotadores quienes, a su vez, son fichas teledirigidas desde la CIA y el Pentágono en resguardo de las transnacionales. La consigna es una sola, muchachos: Patria o Muerte, como firmaba el Che sus proclamas. Yo decidí cuadrarme en esta lucha.

— ... y vivir huyendo, sin tener un sitio que te pueda acoger sin reservas y teniendo que dormir con un ojo abierto y el otro cerrado — se atrevió David a replicar.

—¿Qué importan los riesgos, David? Al final, lo único que prevalecerá es la transformación de esta sociedad injusta en una sociedad de hombres nuevos y libres. Por los momentos, son las balas y la pólvora las que hablan. Pero te aseguro que, una vez que triunfemos, todo será distinto porque nuestra meta es esa, luchar por un hombre nuevo en una patria libre de ataduras foráneas.

—Yo te ayudo como hermano pero no deseo verme involucrado en hechos sangrientos, porque mi ánimo no los tolera — dijo David, sincerándose.

—Creo que Azaelito tiene razón, David — manifestó Sojito —, porque ya es hora de dejar la abulia y la comodidad y dar un paso al frente para ponerse en acción. Hay que desquitarse el engaño con fuego. No es posible que nos hayan tenido con los ojos vendados todo este tiempo. Es terrible despertar y hartarse de esta repugnante realidad que han pretendido ataviar con coronas de lirios podridos. Tenemos que desengañarnos y ayudar a los demás a que se percaten del orín y el moho que corroen a este sistema cadavérico, empezando por sacudir hasta sus cimientos a ese compendio de mitos indigestos que es la Iglesia Católica. Después nos podemos ocupar de los áulicos, los cortesanos, los chupasangre y los gorilas sádicos.

Azaelito se manifestó complacido.

—Eso es Sojito. Hay que pasar del palabrerío inocuo a la acción.

David se desperezó con cierta aureola desilusionada.

—Yo mejor me voy. ¿Necesitas algo más, Lito?

—No, Davo, gracias. No desearía que te marcharas disgustado conmigo.

—Jamás me enojaría contigo, Lito. Eres mi único hermano. Solamente aspiro a que te encuentres a ti mismo y reconcilies tu energía de cambio con el resto de la sociedad. Por favor, no vayas a perpetrar algo de lo que después puedas arrepentirte.

—No lo haré. Te lo aseguro.

—Y tú, Sojito, si quieres puedes venirte esta noche a mi casa y quedarte hasta que soluciones todos tus rollos. Te lo digo de sinceridad porque tú eres mi pana.

Sojito abrazó a David, emocionado.

—Gracias, David, pero esta noche iré a dormir donde mi abuela. No te preocupes por mí. Me quedo un rato aquí, mientras se hace tarde para que no me estén atisbando por esas calles. Aprovecho y converso con Azaelito de todas estas insólitas realidades.

David se quedó mirándolos a los dos por cinco segundos. Por fin, decidió levantar vuelo.

—Okey, pues. Cuidado con vainas.

—Tranquilo, David — respondió Sojito, viéndolo alejarse —. Se preocupa mucho, ¿verdad?

—Siempre ha sido así. Pero es un tipo leal y de una sola palabra. Retomando el tema, ¿qué tienes pensado hacer ahora que me has hablado con tanta intensidad de agarrar al toro por los cachos?

—Te lo voy a decir después que me eches el cuento de qué es lo que se traen entre manos tú y tu gente porque, déjame decirte, que desde que te oí hablando de esa manera me di cuenta de que no estás aquí por azar y, mucho menos, íngrimo y solo.

Azaelito no pudo reprimir una reacción jocosa.

—Este Sojito es una vaina seria.

Gonzalo dobló en la esquina de las calles La Cuaima y Federación.

La Harley se deslizó por la bajada en segunda velocidad, dejando escapar un ruido bronco capaz de asustar a cualquier rata de albañal. El aire recalentado lo golpeaba en la cara como alas de guacamayo bisoño.

Se detuvo a la casa salpicada de verrugas blancas de cemento. Se sentía extraño, con cierta pesadez ecológica en el estómago. En el fondo de su mente, se imaginó desistiendo, montándose de nuevo en la moto y yéndose. "¿Qué me pasa?", pensó, "primera vez en mi vida que ando con tanto nervio y todavía no le he hecho ni dicho nada. ¿O acaso será por eso?"

El timbre sonó con agonía de libelo bíblico. Un rostro pálido de viuda casta asomó detrás de una ventanilla.

—¿Qué desea?

—¿Está Julia?

—Un momento.

La señora Raquel, viuda de Limardo, entró a la habitación de su hija y le habló a través de su reflejo en el espejo frente al cual Julia se estaba peinando.

—Ahí te busca un joven.

—¿Quién?

—Un melenudo.

Julia detuvo el patinar del cepillo. La señora Raquel percibió el gesto. Julia se levantó de la banqueta, abrochándose la blusa.

—Es uno de esos muchachos, ¿verdad?

—¿A qué te refieres? — preguntó Julia, deteniéndose en el umbral.

—En el pueblo se están comentando cosas.

Julia sostuvo la mirada de su madre.

—Le diré que se vaya cuanto antes.

—Es lo mejor.

Atravesó la estrecha sala, como si flotara por entre los muebles metálicos. Abrió la puerta y, con el mismo movimiento, la cerró tras de sí. Quedaron frente a frente en el angosto corredor.

—¿Qué deseas, Gonzalo? — preguntó, con cierta gelidez, observando, de paso, los raspones y alguna que otra contusión en su faz.

—Hablar contigo.

Ella exhaló, denotando contrariedad. Se adelantó y buscó el aire tibio de la noche al final del corredor que daba a la acera.

—¿De qué? ¿Del espectáculo de hoy?

—Oye, el tipo ese me provocó — replicó él, yendo tras ella.

Sin poderse contener más, lo increpó.

—¿Qué es lo que está pasando aquí, Gonzalo?

Había una perplejidad de galeote en la cara de Gonzalo.

—Estas cosas raras que están pasando aquí en Miguaque ...

—No  me dirás — la interrumpió — que un poco de diversión, en estos pueblos olvidados de Dios, no cae mal.

—Tú lo tomas a broma porque no eres de aquí. Eres como esos indios que le pegan candela a la sabana y se marchan rampantes, sin importarles nada y sin ni siquiera voltearse a ver la tierra calcinada que dejan atrás.

—No es para tanto, Julia ...

Ella estaba a punto de enfado.

—No es nada que te hayas peleado con Alfredito Enrile y por poco lo matas. Tampoco es nada que Sojito, hasta ahora el mejor alumno del colegio, estuviera a punto de romperle las costillas al padre Carrasco. No es nada que María Enriqueta y Pedrarias se hayan fugado. No es nada que José Gregorio Livorini haya matado a Pedro Ramón Sojo. No es nada que ustedes estén consumiendo droga y, probablemente como dicen por ahí, se meten en orgías diabólicas ...

—Julia, por favor, esas sí son habladurías.

—Habladurías o no, a mí, en lo particular, no me gusta verme relacionada con nada que se vea turbio o huela rancio. Dime la verdad, Gonzalo: ¿es cierto que tú eres el mayor distribuidor de drogas de Miguaque? ¿Es cierto que te has dado a la tarea de meter la marihuana en los helados que le venden a los niños para convertirlos en adictos? ¿Es cierto que ustedes se fuman la cocaína, caen en trance y practican actos carnales contranatura?

Gonzalo estaba pasmado ante el tamaño de la imaginación de las mentalidades chismosas. Si así hablaban de una expansión que no había trascendido de lo meramente recreacional y del carácter de inmadura travesura de jóvenes aburridos en un pueblo sin alternativas, qué dejarían para cuando, de verdad-verdad, se presentara un conflicto genuinamente serio. Iba a contestar, cuando un sonido de automóvil deportivo acercándose y frenando le hizo ver que Julia no le estaba dispensando mucha atención.

—¡Eugenio Enrique! — exclamó ella viendo descender del Camaro crema que se había detenido frente a su casa a un larguirucho con atuendo de teniente de la Guardia Nacional.

A Gonzalo no le cayó simpática la interrupción porque, aparte de disputarle el interés de Julia, se había estacionado a escasísimos milímetros de la Harley, casi chocándola.

—Julia, pero qué buenamoza estás — respondió el recién llegado, viendo de reojo la estrafalaria indumentaria de Gonzalo.

—¿Cuándo llegaste? — preguntó ella, con los ojos repentinamente brillantes.

—Hace poco — prosiguió Eugenio Enrique —. Sabrás que me transfirieron para el destacamento de la Guardia en Tenapa, así es que me vas a tener todos los días fastidiándote por aquí.

—Qué bueno — acotó ella —. Pero, pasa. Ven para que saludes a mi mamá.

El espigado Eugenio Enrique entró al corredor.

—Chao, Gonzalo — le espetó Julia, sin aguardar respuesta procediendo, de seguidas, a introducirse en la casa para acompañar al teniente.

A Gonzalo le pareció verse como en película. No sabía si desear que la tierra se lo tragase o que lo partiera un mal rayo. O acaso mejor hubiera sido echarse a reir como un orate. Su desubicación era total.

Encendió la moto y arrancó. No había recorrido tres cuadras cuando vislumbró la silueta del "Chino" Rivera despidiéndose de Rosita Bustamante en una esquina y, simultáneamente, haciéndole señas de detenerse.

—Dame la cola, panita.

—Móntate, pues.

Nueva arrancada.

—¿Y entonces, Gonzalín?

—Aquiles. Mira, "Chino", ¿tú no eres candidato a echarte un par de birras conmigo?

—Chévere. Lo malo es que estoy limpio.

—No te despreocupes. Yo pago.

Se sentaron en una mesa al aire libre en la terraza del Hotel "Santa Narda". Luego de darle un repaso a los hechos consabidos y ya con las reservas disipadas, por causa del lupuloso frescor, Gonzalo se atrevió a preguntar.

—"Chino", ¿tú conoces a Eugenio Enrique?

—¿A "Pájaro Vaco", el primo de Sojito? — ante la extrañeza de Gonzalo, el "Chino" continuó — ¿Un tipo altote, parecido a una vara de puyar locos, que es cadete?

—Ya es teniente de la Guardia, creo.

—Adiós cará, ya es teniente el condenado — el "Chino", de repente, comprendió la curiosidad de Gonzalo —. Ay, cuchi, ya sé por dónde me viene, sinvergüenzón.

Gonzalo puso cara de yo-no-fui.

—Ese siempre ha sido el candidato de la señora Raquel para esposo ideal de Julia. Desde que estaban chiquitos. Pero, ¿qué? Yo creía que tú estabas ahí como Sandy Koufax: duro y curvero. ¿Oh no?

A Gonzalo ahora sí le dio por reir. Y recordaba el desplante.

Les parecía inmenso.

Al menos así parecía en comparación con la minúscula habitación del hotel que dejaban de dejar. A lo mejor también influía en esa impresión la carencia total de muebles. Pero de que el apartamento de Sabana Grande les venía como anillo al dedo no cabía duda. Así pensaban los dos, mientras sus pasos resonaban con un eco malicioso que rebotaba contra las paredes desnudas.

—Flaco, por lo menos tenemos una cama — expresó María Enriqueta desde la puerta de la habitación principal.

Pedrarias venía con las maletas. Su semblante no compartía el humor condescendiente de ella.

—Voy a conseguir algo de comer.

—No compres nada para mí, flaco. No tengo hambre.

—No voy, entonces — ripostó él, con aire preocupado.

—Además, no quiero quedarme sola — dijo ella, en su idioma de jazmín veranero.

Pedrarias salió a chequear la luz y el agua en el resto del apartamento. Ella sacó sábanas limpias de una de las maletas, vistió la cama y se recostó, rendida por el cansancio.

—Al parecer todo está normal — advirtió Pedrarias, de regreso.

Ella lo llamó desde la cama.

—Ven, Wilson. Acuéstate aquí, conmigo.

Pedrarias lo hizo, pero no con sobrado entusiasmo.

—¿Qué te pasa, flaco? Te noto como distante — preguntó María Enriqueta, intentando formar bucles con la cabellera de Pedrarias.

—No sé. Estoy algo nervioso.

—¿Por qué?

—No me hagas caso.

—Dime por qué.

—Por todo, catira. Me da miedo fallarte. Le tengo pavor al fracaso.

—No veo la razón. Hasta ahora nos ha ido bien. Lo único que me interesa es estar junto a ti. No te estoy pidiendo lujos, ni alfombras, ni joyas. Sólo te exijo que me ames con la misma intensidad con que me has hecho descubrir la gloria de saberse idolatrada por un hombre como tú.

Pedrarias la besó en la frente.

—Gracias, catira.

—No te dejes abrumar por la realidad. Tenemos que escapar de ella y refugiarnos en nuestros sueños. Fíjate, ahora más que nunca quiero escribir. Siento que tengo tantas cosas que contar y compartir. Como, por ejemplo, el hecho de que el amor me fue revelado en dos planos paralelos: el real, es decir, el hecho objetivo de cómo nos conocimos, cómo aprendimos a querernos y cómo decidimos romper con los esquemas; y el otro plano, que es el de nuestras fantasías imaginarias, que nos envolvieron y nos ataron como dos almas siamesas, errantes en un edén de gnomos, duendes y musas encantadas, donde reinan, per secula seculorum, el flaco y la catira.

Pedrarias rió.

—Sí, Wilson, es verdad. Y quiero que continúes con la música, no me digas que no, porque nuestro hogar tiene que ser una guarida estética. Nuestros hijos crecerán en un ambiente de poesía, de metáforas y de cánticos. ¡Quiero tener muchos hijos tuyos! Los arrullaré con las canciones que tú compongas. Les escribiré cuentos donde los héroes serán pájaros encantados, princesas cristalinas y flautas mágicas, como las de Mozart. Tendremos cuadros, muchos cuadros, tapices y esculturas. En las tardes de lluvia, reuniré a los niños, junto a mi labor de bordado, y los recrearé contándoles, una y mil veces, la historia de aquel monaguillo taciturno que conquistó el corazón de la reina de las hadas, una lejana tarde de Febrero, en un sitio de hechizos recitados por turpiales y cristofués, llamado "Roble Gacho". Ja ja ja ja ... ¿Qué te parece, flaco?

—Y desde aquel día, el monaguillo quedó como res nariceada — dijo Pedrarias, recobrando el jolgorio.

—No digas eso, amor mío. No sabes la suerte que has tenido conmigo.

—¿Ajá? ¿Cómo es eso?

—Tú sabes que siempre me he sentido como una émula de Teresa de La Parra. El otro día leí la explicación de por qué una mujer tan bella y tan especial, como lo fue en verdad ella, nunca se casó.

—A ver ...

—Al parecer, una de sus tías, emparentada con Guzmán Blanco y dueña de una vasta fortuna, le dejó en herencia una cantidad que le resolvió, de por vida, se situación económica con la única condición de no casarse jamás. Imagínate que alguien me hubiera hecho esa misma oferta en cumplimiento del karma de las vidas paralelas. ¡No me podría casar nunca contigo!

—Para amarse no hay que estar obligatoriamente casados.

María Enriqueta estaba plácidamente risueña y juguetona.

—¿Cómo dices? Te oyera María Esperanza ...

—No hablemos de cosas desagradables. Mi sola satisfacción será estar enamorado de ti por el resto de mi vida.

La besó en los labios y de inmediato dieron comienzo a los dulces escarceos del amor. Se desvistieron el uno al otro, explorándose con meticulosidad.

Prolongaron durante un largo rato la degustación de sus cuerpos, sus bocas recorriendo enjundiosamente todos los escondrijos de sus desnudas epidermis.

De pronto, unos truenos de madera.

Se sobresaltaron.

Las bisagras de la puerta principal parecía que iban a ceder ante los macizos golpes.

—¿Qué pasa, Wilson?

—Voy a ver ...

Cuando se disponía a incorporarse, escuchó una voz acampanada.

—¡Abran! ¡Policía!

María Enriqueta saltó de la cama, tapándose con la sábana.

—¡Abran! ¡Tenemos orden de allanamiento!

Pedrarias se había paralizado.

—Abre, flaco — breve pausa —. Nos encontraron.

La conversación con Azaelito había sido estimulante.

Una serie de ideas nuevas afloraba en su cacumen. Toda la historia podía ser resumida en una lucha de clases donde los explotadores, señores feudales o burgueses capitalistas, se llevaban la parte del león apoyándose en su opresión de los explotados, con la connivencia de las cliques religiosas. El materialismo histórico, a través del método científico de la dialéctica, había logrado dar con el meollo del asunto, un secreto bien guardado durante generaciones. Por eso era que el socialismo era anatema y tabú para curas atorrantes como el padre Carrasco. "Toda la estructura eclesiástica está corrompida hasta el basamento", argumentó Sojito con vehemencia, "y, por lo tanto, hay que destruirla, arrasarla y convertirla en cenizas".

Paradójicamente, Azaelito le había llevado la contraria.

—Nuestro pueblo, aun cuando aparenta no ser muy religioso, en realidad siente una especie de temor reverencial ante todo lo que atañe a los curas. Ni siquiera la guerra de la Federación pudo aplacar el poder inmenso, sustentado en la superstición, que ellos poseen sobre los miedos recónditos de las personas. La Iglesia aquí es un poder. Recuerda el caso del cura Biaggi: a ella, ni con el pétalo de una rosa. El movimiento revolucionario, en lugar de buscar una confrontación directa, deberá atizar las diferencias internas entre la jerarquía fosilizada y los sacerdotes que verdaderamente se la juegan con el pueblo. Ahí tienes el ejemplo de Camilo Torres en Colombia. En Brasil está Dom Helder Cámara en abierta oposición a la dictadura militar al mismo tiempo que propicia que se comience a hablar de una teología de la liberación.

A Sojito el juicio se le fermentaba mediatizado por su experiencia personal. "Estoy sintiendo un odio de judío converso", pensó.

Ahora recorría las calles desiertas con la imperceptibilidad de las sombras adiposas. Había una cólera en su ánimo que demandaba satisfacción. Una venda había sido quitada de sus ojos. El panorama no era como se lo habían pintado.

"Alguien deberá pagar por el descalabro de este sainete incoloro", reflexionaba con terquedad. "Alguien va a pagar por este fiasco".

Cruzó la calle Libertad. Una vez más, intuyó el ramalazo de la diferencia social demarcado por el borde que separaba el lado "decente" del pueblo de la orilla. Casas pobretonas, aseo urbano ausente, aguas negras al descampado y más polvo que aire para respirar.

Los perros ladraban desesperados como respuesta al reflejo de sus pasos en las paredes de la atmósfera. Pasó frente a un bar de prostitutas y una cara deforme y pintarrajeada quiso azuzarlo.

—Pasa adelante, mi negro.

Los acordes de un bolero ranchero de Javier Solís se fueron quedando atrás. Llegó, al fin, a la casa de la vieja dulcera. No quiso abrir el portón que daba a la calle porque sus goznes nunca agarraban lubricación y maullaban terriblemente. Pasó por delante de la santamaría de la bodega de su tío Cándido y se introdujo al solar baldío de  al lado. No había recorrido diez metros cuando arribó a un estantillo que, por experiencia, sabía que no estaba firmemente clavado al suelo. Lo levantó con cuidado y apartó la tela de gallinero. La operación fue rápida y silenciosa.

Sintió ganas de vaciar la vejiga. Como la única poceta de la casa era antigua y escandalosa, decidió hacerlo en las proximidades del galponcito que fungía de depósito de mercancías. Lanzó el chorro contra la pared para amortiguar el ruido.

Un sonido de pasos ahogados y de voces fingidas buscó su atención. Se mantuvo tenso, rastreando su origen.

Provenía del interior del galpón. Caminó con sigilo y divisó una rendija entre los bloques de arcilla sin frisar. Vio una vela encendida que arrojaba puñales de luz borrosa y desvaída.

Un hombre desnudo pasó por delante de su limitado campo visual. Vestía sólo un delantal y llevaba una bandeja con una botella y un vaso. Caminaba como esas coquetas provincianas que inundaban la plaza Bolívar los domingos por la noche, a la salida de la misa de ocho.

Volvió a pasar otra vez. Venía risueño.

Era Cándido.

Otra sombra borrosa, mucho más corpulenta, pasó por delante de la rendija, arremangándose los pantalones. Hablaba bajito. Cándido siguió en la misma dirección, con actitud parecida a la de los subyugados. La puerta del galpón se abrió.

Sojito se pegó de la pared para no ser descubierto. La sombra corpulenta atravesó el patio, como si se escondiera de las cobijas lunares, para terminar saltando el paredón de atrás. Era el negro Indalecio, a Pedro Esteban no le cupo ninguna duda.

"Qué vaina: ¡mi mamá puta y mi tío marico!", caviló con rencor creciente.

Cándido recogió todas las evidencias de su presencia en el galpón. Existía siempre en él un temor de ujier contrabandista a ser descubierto. Desde pequeño había sentido esa inclinación a ser como ellas. Intentó negárselo a sí mismo, pero sabía que había una distancia insalvable que lo separaba de los varones normales. Hubo épocas en que envidió a Elena por ser tan bella y asediada y era que, en el fondo, se sentía su igual. De muchacho, cuando iba a las matinées, a ver las películas de rumberas mexicanas, experimentaba una furia de pasionaria al oir los chascarrillos y las frescuras del público ante la visión amplificada de muslos, pantorrillas y caderas al son de los mambos de moda. Para él, lo más importante eran los atavíos, los maquillajes, las coreografías, las gestualidades incitantes de María Antonieta Pons y las Dolly Sisters. Cuando apareció el negro Indalecio, recién salido de la isla del Burro donde había purgado pena por uxoricidio culposo, supo que su apariencia de macho neutro se avinagraba. Le dio empleo de matarife, con un salario desacostumbrado, para hacerlo desistir de la idea de dejarse tentar por un italiano de Salerno que se lo quería llevar de caletero de sacos de cemento gris. A Cándido se le clavaban los ojos en esa musculatura brillante que toleteaba, con dinamismo de slugger sabanero, los cráneos porcinos, pasándolos al más allá. Indalecio era una bestia de carga incansable que no tenía tiempo, ni inteligencia para otra cosa que no fuera el trabajo. A la larga, cedió ante los halagos y las veladas acometidas de su patrón. Le era indiferente que fuera macho o hembra.

Cándido finalizó su labor recolectora. Se colocó una bata de baño sin haberse quitado el coqueto delantal. Apagó la vela de un soplido y, cuando giró hacia la puerta, sintió un eructo de culpabilidad descubierta explotarle en la epiglotis.

En el umbral estaba la silueta recortada de Pedro Esteban Sojo Bernárdez, su sobrino.

Ni un ápice de temple había perdido María Esperanza Alvarenga.

Con aplomo bruñido, colocó la fina taza de China sobre la bandeja y se asomó, por cuarta vez, a la ventana que daba al portal de la quinta.

—Benilde, nunca sabré agradecerte lo bien que te has portado con nosotras en estas circunstancias tan duras — dijo.

—¿Para qué son las hermanas? — respondió Benilde.

María Esperanza retornó a la silla Luis XV donde había estado sentada.

—Voy a convencer a Efraín para que nos compremos una casa aquí en La Castellana o en Altamira.

—En el Country conozco a unos amigos que están por mudarse. Si quieres te pongo en contacto con ellos.

—Sería estupendo — María Esperanza vio su reloj mostrando impaciencia —. ¿Por qué se tardarán tanto?

Benilde se levantó, a su vez, rumbo a la ventana.

—Tú sabes que estos procesos son lentos y engorrosos.

—Ramírez Pérez me aseguró que agilizaría todo — explicó María Esperanza.

—Ramírez Pérez está convertido en todo un superveterano. Todavía me pregunto cómo hicieron ustedes para ubicarlos tan rápido.

—Efraín amenazó al papá del muchacho con hacerle revocar la patente de industria y comercio y la licencia de licores. Como a él le toca ser el presidente del concejo municipal este año, por el pacto que hubo con los adecos, eso es como soplar y hacer botellas. Además, le dejó entrever que estaba en camino una acusación por incitación a la prostitución. El portugués es dueño de un bar de ficheras que, imagínate tú, está en toda la esquina de la plaza Bolívar y tiene, también, la mano metida en un lenocinio localizado en plena carretera nacional. Hasta le podría salir eventualmente, y en esto Efraín fue muy enfático, expulsión del país por indeseable.

Benilde se volvió a sentar.

—Y el portugués fue quien los localizó.

—Sí. Parece que tiene una hermana, aquí en Caracas, a la cual el muchacho es muy apegado y, como era de imaginarse, la vino a visitar en compañía de María Enriqueta. Pienso que el portugués, todo asustado y amenazado como estaba, le pintó la situación con toda la cruda realidad.

—Y ella confesó el paradero ...

—Exacto. Te digo, sinceramente, que, si nos hubieran salido con gato enmochilado, Efraín y yo estábamos dispuestos a mover cielo y tierra para botarlos a toditos de Venezuela.

—Bien que se lo merecen. Habrase visto tamaña alcahuetería — comentó Benilde, cruzando sus bonitas piernas.

—Inmediatamente comisionamos a Ramírez Pérez para que nos diligenciara a la policía y, afortunadamente, anoche mismo los encontraron. El muchacho no me interesa, pero le hice ver que vigilara que María Enriqueta tuviera las atenciones de rigor. Aun con todas sus travesuras, ella sigue siendo una niña de familia.

María Esperanza había vuelto a acercarse a la ventana.

—Ahí vienen ya. Benilde, hazme un favor.

—Sí.

—Baja y dile a María Enriqueta que suba, que quiero hablarle. A Ramírez Pérez que me espere mientras tanto.

—Bien.

María Esperanza aguardó en la habitación llena de perritos de repisa. Se alisó la falda y, frente a un espejo churrigueresco, domeñó la torcida rebeldía de un mechón. A sus cuarenta y cinco años todavía se veía esbelta y atractiva. Algunos halagadores pueblerinos siempre la tomaban como hermana de sus hijas porque, sin duda alguna, era más hermosa que ellas. Con excepción de María Enriqueta.

La puerta se abrió y vio su reflejo en el espejo, exactamente detrás de ella. Vestía una saya ancha de campesina rusa, unas plataformas altísimas y una franela bordada con un motivo psicodélico. El pelo rubio estaba recogido en un moño. Su rostro sin maquillaje no denotaba temor ni arrepentimiento.

María Esperanza se volvió y la observó con acritud.

—Bienvenida de nuevo al seno de la familia, María Enriqueta.

Ella sostuvo la mirada como en un desafía vitriólico.

—Como comprenderás — subrayó María Esperanza, aproximándose —, no podíamos quedarnos con los brazos cruzados y optamos por recuperarte para una vida decente y normal. Espero que estos desgraciados incidentes no vuelvan nunca a repetirse. De hecho, no se repetirán jamás.

María Enriqueta seguía inmutable.

—Efraín y yo hemos decidido internarte, aquí en Caracas, en un colegio de monjas. Antes de que protestes, formes un berrinche (hasta ahora nunca has sido así pero no sé qué cambios te habrán ocurrido en estos dos días) y antes de que me escribas una carta llena de rarezas, déjame decirte que, primero, estamos en nuestro perfecto derecho de hacerlo puesto que eres nuestra menor hija todavía y, segundo, que estamos Efraín y yo convencidos de no llegar a extremos siempre y cuando te manifiestes con ánimo de cooperar. Así será más conveniente para todos y contribuiremos a borrar este escándalo sin mayores traumas.

María Esperanza aguardaba alguna réplica. María Enriqueta no dejaba descubrir ninguna disposición de contestar, permaneciendo inmóvil junto a la puerta. Su mirada agrietaba la flema de aristócrata provinciana de su madre.

—Todo el tiempo me negaba a reconocer que existía en ti un germen disociador, María Enriqueta. No sé de dónde pueda provenir. En la familia de Efraín nunca han existido anarquistas, y en la mía ni se diga. Francamente, ya estoy harta de ti y de tus ...

—Si es así, ¿por qué no me dejas en paz? — la interrumpió María Enriqueta, con rabia.

María Esperanza se acercó aún más, desafiante.

—¿Y dejarte vagabundeando por ahí con un cualquiera, enlodando nuestro nombre? Preferiría mil veces que te tragara la tierra antes que permitirte jugar con nuestra reputación. Sí, ya sé que eso no te importa porque eres una egoísta que sólo sabes vivir para ti misma. ¿Dejarte a tus anchas, María Enriqueta, disfrutando de placeres sin obligaciones? No, señor, estás bien equivocada. De ahora en adelante, y mientras sea necesario, únicamente tendré para ti mano dura. Se acabó la época del consentimiento contigo. Tendrás que acogerte a mis reglas y convertirte en una muchacha de familia, como lo son tus hermanas.

—¿Qué pasa si me niego? — desafió María Enriqueta.

María Esperanza tomó entre sus manos uno de los preciados adornos de porcelana de Benilde, acariciándolo con suavidad dionisíaca.

—Gracias a Dios que ya tenía previsto el que me salieras con una reacción semejante. Mira, María Enriqueta, estás pasando por un período difícil y anormal. Crees, de hecho, que esta fiebre pasajera que te consume es razón más que suficiente para enfrentarte al mundo al cual perteneces. Si te empeñas en hacerte la irracional y la incomprendida, pues te diré q n estamos dispuesta a permitírtelo.

—¿Cómo piensas obligarme, María Esperanza?

—Muy fácil. De ti depende que ese muchacho salga o no en libertad. La lista de cargos que presentaremos contra él es grande, comenzando por seducción y rapto de menor de edad. Ya tenemos palabreado al juez para que le imponga una sanción ejemplarizante y, si por azar intenta defenderse, su familia pagará las consecuencias. No te quepa ninguna duda de que haremos todo lo que está a nuestro alcance para impedir que nuestro nombre ande de boca en boca como si fuéramos artistas de la farándula. Si por mí fuera, ese jovencito se quedaría pudriéndose en la cárcel por un largo tiempo. Sin embargo, deseo brindarte la oportunidad de entrar en los dominios de la razón. Tú tienes la palabra.

María Enriqueta acusó el golpe. Bajó la mirada y dio unos pasos en dirección a la ventana. Era evidente que vacilaba. El cinismo transeúnte de María Esperanza siempre lograba desarmarla.

—¿Y si te digo que estoy embarazada?

María Esperanza no patentizó sorpresa, como esas actrices de telenovelas que parecen matronas británicas.

—No te creo.

—No te hagas la ingenua, María Esperanza. ¿Tú crees que Wilson y yo la hemos pasado jugando Monopolio? Aun cuando no tengo la edad reglamentaria, soy una mujer. Conozco mi cuerpo. Sé que porto un hijo suyo en mi vientre y, ¿sabes?, quiero tenerlo.

María Esperanza no se caracterizaba por ser lerda en sus pensamientos.

—No te preocupes, María Enriqueta. Lo tendrás — aseguró.

Soles de hormigón conversando con las trampas mudas del calor.

El Charger buscó la sombra de un almendrón. Un arriero enrumbaba al centro del pueblo con su carga de cagajón de burro.

Con su prestancia de doncel gachupino y sus anteojos inhóspitos, descendió del vehículo. Subió a la acera, caminó seis pasos cojeantes y tocó a la puerta de la angosta y modesta vivienda rural, con cadencia de clave cifrada y urgencia de complicidad pagana.

Mientras le abrían, observó a su alrededor. Una doñita vaciaba una lata de agua en un patio, un perro realengo se lamía las ñesclas con fruición, una niñita de facciones caribes se asomaba curiosa detrás de unos barrotes de caoba, un catirito socorreño trataba de que su papagayo nadara con la brisa, una radio lejana y eufórica canturreaba al sonsonete de "Ace lavando y yo descansando", un cieguito en la esquina ofrecía los cuadros sellados y El Relancino de Táchira para hoy.

La puerta se quejó como enfermo de hidropesía.

—¿Está el señor Fernando? — preguntó.

—No, pero está el doctor Luis — le contestaron.

—Le traigo carta de Cumaná — afirmó, casi en letanía.

—Entonces pase para que se la entregue.

El ñato que le había abierto lo guió al interior. Era una casa estrecha y larga. Las habitaciones se encontraban a un lado y eran pequeñas. Había gente durmiendo. En el comedorcito estaba sentado un sujeto joven, flaco, alto, de barba negrísima, pelando una vera con una navaja de las que se usan para amolarle las espuelas a los gallos.

—El comandante Argenis — le dijo el ñato, señalando al barbudo y procediendo a recoger una toalla para internarse al patio trasero.

—¿Comandante Camero? — preguntó el barbudo.

—¿Cómo está usted?

—Tome asiento.

—Gracias.

—¿Quiere tomarse un café?

—Sí, por favor.

—Natalí, tráenos dos cafés, ¿sí?

Una trigueña joven salió de la cocina con dos pocillos humeantes. Se sentó junto a ellos.

—Natalí es mi compañera y máxima confidente — explicó el barbudo.

—Tanto gusto.

Natalí inclinó la cabeza, a guisa de saludo. "No tendrá más de veinte años", pensó el recién llegado, recordando a la que siempre estaba en su mente.

—Somos todos oídos, comandante Camero — dijo el barbudo, soplando el café.

El recién llegado se echó un tanto hacia atrás en la silleta de cuero.

—La operación ha sido aprobada por la dirección nacional.

—Magnífico — acotó el barbudo.

—Traje los elementos necesarios. Los cargo en el baúl del carro.

—¿Tal cual lo solicité?

—No.

El comandante Argenis miró a Natalí y luego al recién llegado. Una gallina piroca cacareaba en el solar vecino.

—La dirección nacional no quiere nada con explosivos. Prefieren una operación tipo comando. Alegan que el factor sorpresa es crucial puesto que este Estado jamás ha sido escenario de enfrentamientos de lucha armada. De ahí, entonces, que las probabilidades de que los agarremos con la guardia baja sean altas. ¿Eso altera sustancialmente sus planes, comandante Argenis?

—Nada que no se pueda remediar. Necesitaría unos dos o tres hombres más. El ñato que acaba de salir es experto en explosivos, pero no pienso arriesgarlo en una misión comando. Será mejor despacharlo para Caracas donde puede ser más útil.

—De acuerdo. ¿Cómo estamos con el cronograma?

El barbudo extrajo de su bolsillo una agenda y un bolígrafo.

—Igual. Hasta ahora nada se ha alterado. Hoy salió en el periódico local el programa de actos confirmando la fecha. Asistirán el gobernador, un coronel del regimiento de cazadores, el obispo y lo más granado de la burguesía terrateniente miguaqueña. Y, con el aderezo de la presencia del ministro de Educación, dispondremos de cobertura nacional, que buena falta nos hace.

—¿Qué hay de la Digepol?

—Ahora se llama la Disip. Caldera cree que con estos cambios cosméticos se borran todos los crímenes. Bueno, al grano. Existe una delegación pequeña. Solamente cinco funcionarios. Por lo que hemos sabido, ni sospechan que estamos aquí. Su máxima preocupación es el abigeato y el contrabando ganadero desde Colombia, que todavía están algo rampantes por estos montes.

—¿Examinó el sitio?

—Aquí tengo un plano actualizado que obtuve en catastro municipal, gracias a los buenos oficios de un simpatizante. La idea mía es sorprenderlos en el auditorio del colegio "Francisco Iznardy". Allí podremos ocultar el armamento que usted ha traído en un sitio inmejorable que conozco.

—Parece usted muy familiarizado con este pueblo — observó el comandante Camero.

—Soy miguaqueño, comandante Argenis. Por eso deseo que esta operación sea un éxito total. Como le venía diciendo, escondo el armamento en el mismo auditorio, con la ventaja de poder evitar cualquier requisa. Procedemos a eliminar a todos estos elementos y aprovechamos la confusión resultante para desaparecer sin dejar rastros.

—Ya hemos definido las rutas de escape y las conchas — intervino Natalí.

El recién llegado sintió otra vez la vieja remenbranza.

—¿Usted también es de aquí, Natalí?

—No, soy caraqueña. Del Prado de María.

—¿Cómo hacemos para entregarle el armamento? — preguntó el recién llegado.

El comandante Argenis se levantó.

—Tengo una camioneta pick up estacionada en la parte de atrás. Usted me sigue y hacemos el transbordo en un fundo cercano que conozco. Esta noche iré con dos muchachos a colocarlo en el teatro de operaciones. Con eso creo que tenemos la mitad del trabajo hecho. A propósito, comandante Camero, ¿había usted estado antes en Santa Narda de Miguaque?

El recién llegado traspasó el fondo del solar con la vista.

—Sí. Hace mucho, muchísimo tiempo. Pero todo cambia. En fin, vamos a lo nuestro. Encantado de conocerla, Natalí. Veo que el comandante Argenis cuenta con una digna y eficiente compañera.

—Y eso que usted no la ha visto con un M-16 de asalto en la mano — aseguró el barbudo.

Natalí sonrió con picardía cómplice.

Se cansó de dar vueltas y más vueltas en la cama.

Llegó un momento en que sintió un bulto oprimiéndole los riñones. Fue entonces cuando decidió levantarse. Tenía los ojos hinchados de tanto dormir.

Miró el reloj. Eran las diez y cuarto. En la hormigueante vigilia producida por el dormitar sin tener verdaderamente sueño, había visto a Julia. Ahí estaba su imagen requemante, entre sus parietales. Ni siquiera existía remordimiento por no haber ido a clases. "Cuando se entere mi tío, me va a armar uno de padre y señor mío", pensó, "pero, qué carrizo, no quiero volver más nunca a ese liceo de mierda".

Se tardó una enormidad haciendo abluciones. Luego se metió debajo de la regadera y el frescor del agua corriendo por entre sus poros le magnificó la pereza. Se puso los jeans más raídos que poseía, una franela ajustada que resaltaba su musculatura de Charles Atlas valenciano y unas botas trenzadas de cacique comanche.

La Harley prendió a la primera pernada. Bocados torcidos del mundo se labraban ausentemente en sus espejuelos de aviador.

No tardó en enfilar por la calle La Cuaima. La gente lo veía pasar señalándolo como bicho raro. Usualmente respondía con burlas a los atónitos peatones. Hoy no estaba de humor.

Se le anudó el estómago cuando vio el Camaro estacionado en la puerta de la quintica veteada. Se palpó el plexo solar. "¿Qué te pasa, Gonza?", pensó insuflándose ánimos, "¿te vas a descontrolar a estas alturas del juego y en este pueblo chinchurrio? No seas zoquete y anda, de una vez, a preguntar si ella está".

En ese momento, vio abrirse la puerta al fondo del corredor. Temeroso de verse en entredicho, aceleró.

No podía creerlo.  Estaba acobardando, por primera vez en su vida, ante una muchacha. Las manos le sudaban copiosamente. Decidió dar la vuelta a la manzana e intentarlo de nuevo.

Empezó a forjar en su mente todas las explicaciones que quería hacerle. Lo había meditado concienzudamente mientras rodaba en la cama, batallando con la flojera. Había ideado un rosario de sofismas y de atajos psicológicos para negarle todo lo que se murmuraba acerca del consumo de drogas en el pueblo. Se había imaginado a sí mismo creciendo en estatura e importancia ante ella. Era evidente que Julia se interesaba por él, todo el mundo podía asegurarlo. "La chama me para", pensó, al tiempo que volvía a descender por la calle La Cuaima con inercia de Peter Fonda carabobeño.

El Camaro había arrancado. Se encontraba a la vera de la siguiente esquina. Gonzalo detuvo la moto frente a la quintica. El Camaro desapareció. Vio la puerta al fondo del corredor. Tuvo un presentimiento. Partió de nuevo, apurándose con brío.

Dobló en la siguiente esquina. Sorteó un camión 350 con barandas y un Valiant mal estacionado. Se acercó al Camaro procurando no dejarse ver.

Allí estaba Julia, conversando de lo más animada con el tenientico. Sintió un menestrón atenazante en el estómago. Lo que más lo enervaba era la duda que lo paralizó en ese instante. No parecía ser él mismo. "Piensa, Gonzalito, piensa".

El Camaro enfiló raudo hacia la avenida Andrés Eloy Blanco. Gonzalo se dispuso a acelerar. Sabía que Julia aún no lo había visto.

Un centellazo metafísico lo disuadió, casi provocándole un susto. A su lado se había detenido José Miguel Moros, conduciendo un Jeep.

—¡Ese Gonzalo! — le gritó, con su nuevo acento de pavo groovy.

La energía persecutoria se le disipó en un santiamén.

—¿Qué, José Miguel? — contestó, con desgano anticlimático y percibiendo al Camaro envuelto en un espejismo de lejanías.

—Necesito hablar contigo. Es para que toquen esta noche.

—¿Le dijiste a los muchachos ya?

—Ando en eso. Vamos un momento a la casa del musiú Giancarlo y lo conversamos con calma, matizándonos unos joints.

—¿Me vas a invitar? — inquirió Gonzalo, sintiendo despertar la avidez.

—El musiú es el que te va a invitar: ¡está jibareando!

—¡Monos, dijo Monagas! — exclamó Gonzalo, abriendo caminos.

Julia y Eugenio Enrique almorzaban en el Hotel "Santa Narda".

El propietario gallego se mostraba extremadamente obsequioso por la presencia del oficial.

—Gracias, Maradey — le decía el espigado teniente viéndolo escanciar una porción de vino rosado.

—Y ya lu sabe, mi teniente, estamus a sus úrdenes.

—Gracias, Maradey.

—Nu tiene sinu que decírmelu y aquí estaré a su serviciu.

—Muchas gracias, Maradey — dijo Eugenio Enrique, notando lo divertida que estaba Julia ante su expresión de Job impenitente.

Maradey se retiró, al fin. Julia no pudo reprimir la risa.

—Hay gente que se desinfla en presencia de un uniforme — comentó Eugenio Enrique —. ¿Viste cómo le brillaba la calva?

—Lo que estaba viendo era tu semblante de paciencia y resignación — dijo ella.

—Gajes del oficio. Si te enseñan a soportar fatiga, ¿por qué no me va a ser posible aguantar este chaparrón? — Eugenio Enrique levantó la copa, cambiando de tema — Quiero brindar por una personita tremendamente especial. Cuando me fui de Miguaque era apenas una niña. Hoy, a mi regreso, la veo convertida en toda una mujer. Una mujer muy bonita, además.

Julia manifestó su halago en la complacencia de su gesto.

—Gracias, Eugenio Enrique. Tú también has cambiado mucho en términos favorables.

—No hay comparación posible, Julia. Sabrás que todo el tiempo me sorprendía pensando en ti.

—Mentiroso.

Eugenio Enrique ahora se veía como esos chiquillos que no saben qué hacer con las manos.

—En serio, Julia.

—Todavía no te creo. Has debido tener una legión de admiradoras, deslumbradas con un cadete tan buenmozo.

—Todo eso ha podido ser posible. Sin embargo, uno siente que tiene un sentido de pertenencia a la tierra o, como decimos los llaneros, una querencia. Yo siempre supe que iba a volver y una de las razones que me estimulaba a ello eras tú.

Julia bajó la mirada.

—Es verdad, Julia. Mi máxima ambición, en este momento, es compartir mi vida contigo. ¿A qué más puede aspirar un hombre? Y déjame decirte que soy porfiado como esos sapos que le caen a cabezazos a las paredes. Hasta que no te conquiste no me quedo tranquilo. Perdóname por lo abrupto ...

—Está bien, Eugenio Enrique. En realidad, siempre me esperé esto.

—Es una declaración, Julia. Mis intenciones son serias. Quiero casarme contigo. Ahora mismo, de ser posible. ¿Qué me contestas?

Julia acariciaba con su índice el borde de su copa.

—Quisiera que me dejaras unos días para pensarlo. Tengo que comentarlo con mi mamá también.

Eugenio Enrique, en impulso premeditado, agarró su mano.

—Tómate tu tiempo. Pero que la respuesta sea afirmativa.

—¿Entonces, "Pájaro Vaco"?

Eugenio Enrique volteó, soltando la mano de Julia, al escucharse interpelar por el apodo con el que siempre había sido conocido en Santa Narda de Miguaque.

—Epa, "Bolondrito". ¿Cómo está la causa? — saludó, levantándose y abrazando a Pablito Awad.

—Hola, Julia.

—Hola, Pablito.

—¿Cómo están por tu casa, "Bolondrito"? ¿Y qué es de la vida del "Bolondrio"? — preguntó Eugenio Enrique.

—Bien, todo el mundo bien. Me contenté mucho cuando me dijeron que te habían nombrado gran jefe del comando de Tenapa.

—Ahí estamos a la orden.

—Gracias, vale. De entrada lo que te puedo decir es que ya es hora de darle un parado a la fumadera de marihuana en este pueblo. Y nadie mejor que tú, que eres de aquí, para aplicar los escarmientos necesarios.

Eugenio Enrique permaneció extrañado. Julia no sabía adónde mirar. El "Bolondrito" notó la reacción del teniente.

—¿Cómo? ¿Todavía no te han dicho nada?

—Me agarras fuera de base, "Bolondrito". Siéntate aquí, con nosotros, para que me eches todo el cuento.

—Con muchísimo gustísimo — respondió Pablito Awad.

Las aprensiones de Julia se decantaban en circos aborrecibles.

La reunión se desenvolvía entre marejadas de calor.

—Efraín está inspirado — Jackeline de Moros, refiriéndose al orador —. ¡Cómo bregó ese puesto de presidente del Concejo Municipal!

—Habla más bajito, chica — la reprendió Adriana de Antilano —. ¿Supiste que María Esperanza consiguió a la hija?

—Sí. Y al portuguesito lo remitieron a la penitenciaría.

Adriana de Antilano se abanicó.

—Estas reuniones sí que son latosas — afirmó.

—Hay que preparar todo. Vienen el gobernador y el ministro.

—Yo lo que quiero es que venga Caldera.

—¿Te metiste a copeyana? Camaleona ...

—¿Y qué será de la vida de Elena? ¿Ah?

—¿Qué le pasará al padre Carrasco que no se ha volteado a verte ni una sola vez?

—¿Será que está enfermo? Lo noto alelado.

—¿Verdad que sí?

—Tiene que avisparse, chica, porque él es el encargado de sacarle brillo a todos los actos.

               ... y tiene que conseguir que el ministro le apruebe el financiamiento para el nuevo colegio. Pero si sigue así le van a dejar el plumero.

—Pobrecito.

—En tu carácter de presidenta vitalicia del Club de las Bellas deberías hacer algo para "levantarle" el ánimo.

—Eso es contigo, mijita.

Jackeline de Moros aguantaba la risa.

—Que Dios nos coja ...

—Aquiétate, mujer, que nos van a ver.

—Parecemos dos quinceañeras.

—El mundo está patas p'arriba.

—Ahí viene don Loro.

—Que no hable por el amor de Dios. Quiero irme temprano para mi casa.

—Cada día está más pavoso. Hazle la recontra para que no se nos pegue.

—¿Cómo está, don Lorenzo? Allá arriba, en el presidium, lo esperan.

El padre Carrasco veía el mundo a través de un cristal empañado. El festín de verborreas provincianas no llamaba su atención. Otrora, hubiese sido lo contrario. Siempre se enfrascaba con don Lorenzo Miranda Toledo en competencias de ripiosas peroraciones, enjundiosas piezas oratorias pletóricas de rebuscados adjetivos y agitadas metáforas. Habitualmente, don Lorenzo llevaba las de ganar porque era experto en el decimonónico arte del ditirambo tropical. Pero en ese minuto el padre Carrasco era otro. Ni siquiera la presencia aledaña de Jackeline de Moros lograba sacarlo de su ensimismamiento.

Desde el perturbador incidente de los palmetazos, su mente se había transformado en una telaraña de cinematografías fluviales.  No era Sojito quien maceraba sus carnes con "La Milagrosa" en sus alucinaciones nocturnas. Era Elena y, a través de ella, el demonio, el ángel caído y exterminador, con su espada flamígera en forma de palmeta, desatando furias contritas.

El mensaje del Altísimo no podía ser más claro. Había llegado la hora de redimir las culpas. El intersticio temporal que estaba viviendo no era más que un preludio autocontemplativo, un huerto de Getsemaní perfumado de escarnios calurosos. La hora del Gólgota estaba cercana, lo presentía. Por un lado, temía el horripilante sufrimiento físico. Por el otro, se regocijaba del paralelismo evidente con la Pasión de Nuestro Señor.

"Oh, Padre, aparta de mí este cáliz", no pudo evitar de pensar.

Don Lorenzo había comenzado a hablar, sin duda alguna buscando renovar el amable reto. El padre Carrasco dejaba deslizar por el tobogán de su alma la letanía acuciante de una oración penitente. El tiempo se escapaba y el postrer acto de contrición no podía esperar.

Ni siquiera tuvo bríos para abandonar su íntima ensoñación cuando el joven teniente, luego de finalizados los discursos, se acercó solicitando su presencia, junto con Alfredo Enrile Salom y Efraín Alvarenga, para discutir un mórbido asunto de marihuana y LSD.

El crepúsculo descendía en rondas de ingredientes rojizos.

Julia salió a la calle.

Había terminado temprano la tarea de Francés y, sabiendo que la señora Raquel precisaba de su ayuda para apurar los encargos de costura, se ofreció para ir a comprar varios metros de tela antes de que los turcos de la calle Federación cerraran sus puertas.

Se había recogido el pelo con un gancho dorado y, aun cuando no se había maquillado, lucía verdaderamente atractiva con sus blue jeans ajustados, una franelita ceñida sin mangas que realzaba su redondeado busto y unas zapatillas de lona. Su andar era gracioso y desasosegado. Se sabía bonita y lo disfrutaba sin aspavientos, porque la suya era una belleza tranquila.

Gonzalo apareció de improviso, caminando desde detrás de una aglomeración de chicheros, vendedores de raspahielo y perrocalenteros en la esquina de la catedral.

Julia dudó entre esquivarlo, aparentando no haberlo visto, o proseguir con la ruta que la llevaría, inevitablemente, a toparse con él. Antes de que pudiera tomar una determinación, Gonzalo la vio y enfiló hacia ella.

Se saludaron con sendos holas apocados. Él se acopló al paso de ella.

Hubo un silencio vertebral mientras caminaban cediendo el paso a los compradores de última hora. Se sorprendieron intentando hablar al mismo tiempo. Intercambiaron una risa nerviosa él, una sonrisa de cerezas y guayabas ella.

Las campanadas de la misa de seis se tradujeron en un dolor de tafetán cuando Gonzalo decidió abrir las compuertas de su alma.

—Julia, creo que me estoy enamorando de ti.

Ella sintió el rubor en sus mejillas. Era la segunda vez en el día que alguien se le declaraba.

—Te lo digo en serio, Julia.

—Lo sé.

Estaba confusa. Sabía que podía elegir según su arbitrio. La razón apuntaba claramente hacia Eugenio Enrique. Pero había un aura de magnetismo misterioso en Gonzalo que le provocaba. Era el encanto de una fruta mágica e interdicta.

Decidió darse a sí misma un período de gracia para cotejar sus sentimientos.

—Di algo, Julia. No te quedes callada.

—Gonzalo, lo que te voy a decir es algo muy serio.

Y, bruscamente, cambió la secuencia de sus pensamientos. Le contó, sin mencionar nombres, la conversación de la cual ella había sido testigo a mediodía en el Hotel "Santa Narda". Nunca supo por qué lo hizo.

Era el propio burdel de carretera. De eso no había dudas.

No era que fuese moralista, pero no podía evitar recordar a la señora Maritza cuando se refería a las "pécoras de mabil", eufemismo para no llamar a las mujeres de la mala vida por su nombre.

Allí estaban ellas, unas acicalándose con afeites baratos de olor penetrante, otras disfrutando de un frugal refrigerio consistente en Pepsi con Pepito, todas fumando e inhalando el humo con gestualidad de Sarita Montiel.

—Llegaron los hippies — dijo una de ellas, viéndolos aparecer.

Todas se asomaron con curiosidad a admirar las guitarras eléctricas y los amplificadores.

David no sabía cómo comportarse. Habría querido envidiar la pronta familiaridad con que José Miguel Moros, Gonzalo y el "Chino" Rivera se desenvolvían, bromeando con las chicas. Giancarlo sonreía como el "Guasón" de los suplementos de Batman. Sojito permanecía callado, aunque se podía adivinar la intensidad de su mirada errabunda.

Una rubia oxigenada preguntó si no se sabían la canción "Fuego Lento" de Lila Morillo.

—Esa no, pero si quieres te tocamos "Tú lo que quieres es que me coma el tigre", catirrucia — le contestó José Miguel Moros buscando acariciarle el pompis.

La rubia le golpeó la mano.

—La mercancía se ve pero no se toca.

Luego de conectar las plantas y las guitarras, se fueron a la barra a disponer de unos sandwiches que les había mandado a preparar la patrona del establecimiento.

El barman homosexual no dejaba de ver a David.

—Saliste resuelto con el cabrón, brodercito — le dijo José Miguel Moros.

—No me fastidies.

Sojito, un tanto apartado, llamó a una negra de larguísimas piernas y alborotado afro.

—¿Cómo te llamas? — le preguntó, acopiando marejadas de energía para vencer la timidez.

—Tibisay.

—¿Quisieras quedarte conmigo después que terminemos de tocar?

—¿Toda la noche?

—Sí.

—Te costará ciento cincuenta. Eso te incluye los tres platicos.

—Okey. Te espero — acordó Sojito entregándole un adelanto de cincuenta bolívares.

Giancarlo devoró su emparedado y se escurrió por una salida lateral.

—¿El musiú le tiene miedo a las bicharangas? — preguntó el “Chino”.

—No seas bobo — le respondió José Miguel —. Se fue a arrebatar y no nos quiere convidar.

Uno a uno lo fueron siguiendo, excepto David. Lo encontraron en la oscuridad, detrás de una gandola, chupando con frenesí.

—Ahora sí que te pasaste, musiú: ¡jíbaro y caleta! — lo recriminó José Miguel Moros.

—Pasa esa chicharra — lo conminó Gonzalo, acordándose de Julia.

—Nos aguardan las hetairas en el serrallo, gandul — dijo Sojito, en su rebuscada fabla.

—Cállate, enano matacuras — reaccionó Giancarlo, aguantando el humo en sus pulmones.

David estaba de un humor de perros. Azaelito no lo había contactado en el transcurso del día y ahora, como colofón, se encontraba en ese antro de mala muerte que le resultaba agobiante. Las mesas estaban comenzando a repletarse de parroquianos barrigudos y vociferantes. Las chicas caminaban hacia ellos arrastrando los pies y meneando las caderas como bailarinas mecánicas. En un rincón rojizo, la sinfonola se desgañitaba con un lamento que tenía la voz de Leonardo Favio. David tuvo ganas de irse.

Sus compañeros retornaron como se fueron, de uno en uno, para no despertar sospechas.

—Vamos a darle, pues — ordenó David, con evidentes ganas de finiquitar el asunto temprano.

Subieron al improvisado escenario. El ruido habitual del lenocinio continuaba como si nada. Nadie les prestaba la más mínima atención. José Miguel hizo una breve presentación, matizada de ramalazos de euforia y arrancaron con una versión neurótica de “Venus”, la pieza del Shocking Blue. Sojito alargó los solos doblando, al falsete, el punteo que fabricó en su guitarra. David se contentaba con hacer su parte, sin quitar ni añadir nada. Gonzalo tocaba con aire ausente. Giancarlo, como siempre, alegre y desenfadado.

Terminaron la pieza con un rumble prolongado y artificial. Se dieron cuenta de que los parroquianos se habían quedado en neutro.

La rubia oxigenada se aproximó.

—Dice la dueña que si le pueden bajar un poquito el volumen a los aparatos.

—No se puede, geisha de las pampas — replicó Sojito e, ipso facto, dio la entrada a “Stone Free”, de Jimi Hendrix con energía salaz. Ahora él era el líder de la banda.

—Dice la dueña que si no se saben un joropo — solicitó la rubia oxigenada, luego de la catarsis progresiva.

—Sí, núbil doncella: “El Joro-Pop” — le contestó Sojito, dando inicio a una síncopa de La menor, Re menor y Mi Mayor séptima, parodiando la estructura armónica del ritmo llanero, con aires de “Zumba que Zumba”, al tiempo que David ensayaba un extraño solo con la Telecaster distorsionada por el wah wah. Esta vez los parroquianos sí aplaudieron. Tres parejas se soltaron a zapatear en la pista de baile.

—Dice la dueña que si no se saben una guaracha — peticionó, de seguidas, la rubia oxigenada.

—Eso es con nuestro camarada de armas — Sojito señaló a David quien, luchando con el desgano lapidario que lo embarazaba, arrancó con un largo pot pourri, los acordes de Re Mayor y La Mayor séptima en vaivén, consistente, entre muchas, de “Lamento Náufrago” de Chucho Sanoja, “El Vampiro” de Los Corraleros de Majagual, “El Cable” de Mario y sus Diamantes, y “Caminito de  Guarenas” de Billo.

—¡Que viva el putaje! — gritaba José Miguel Moros, bailando con una trigueña pataruca.

Los parroquianos les mandaban ronda tras ronda de cervezas. No faltaron los inevitables borrachines que querían fungir de cantantes de rancheras y hasta de directores de orquesta.

A la una de la madrugada David se fastidió.

—Listo, Me voy.

Los otros no le hicieron caso, enfrascados en la batahola eufórica.

—¿Qué fue, David? — preguntó el “Chino”.

—Ya tuve suficiente por hoy. Vamos para que me arregles lo de los reales.

El “Chino” adolecía de una impasibilidad piadosa. Se había bebido diez cervezas.

—¿Cómo? ¿No te dijeron nada?

—¿No me dijeron qué? — interrogó David, suspicaz.

—Aquí no hay pago en efectivo. Eso lo convinimos esta tarde José Miguel y yo con la madama.

—¿Cómo es la cosa?

—El pago es en especie.

—¿En especie?

—Sí. Un trato muy simple: música por culos.

David lo miró con ira. Vio a su alrededor. Cada uno de los muchachos había tomado una prosti. Sojito estaba abrazado con dos de ellas.

—Agarra la tuya, David. No tengas pena.

—¡Esta es la última vez que toco con este grupo!

—No te pongas bravo, pana.

David cogió las de villadiego con su guitarra y su planta a cuestas.

—¿Qué le pasó? — preguntó José Miguel.

—Como que no le gustó el negocio — contestó el “Chino”, asiendo por la cintura a una chinita —. ¿Tú sabel menealte sabloso?

Llegada la hora de la verdad, Sojito no se atrevió a hacer el amor con la negra. Le pagó los cien bolívares restantes y se acostó al lado de ella, sin hablar, mirando fijamente el bombillo colgante del techo que almibaraba con luz mortecina la espartana habitación. Al poco rato, salió a la solitaria y acuosa pista de baile.

Gonzalo estaba ahí, bebiendo ron puro y fumando. Sojito se sentó a su lado.

—¿Qué pasó, Gonzalo? ¿No obtuviste tu satisfacción?

—Hay momentos, Sojito, en que uno no tolera estar con cualquier mujer. Es más, puede ser que tu acompañante sea bien bonita y esté bien buena, pero si no tiene esa magia inexplicable que sólo posee la carajita que a ti verdaderamente te gusta, entonces la rechazas y terminas despreciándote tú mismo. Eso es lo que me sucede ahora.

¾Es por Julia, ¿verdad?

¾Sí. Es por ella. Pero, ¿y tú? ¿Qué haces que no estás allí adentro disfrutando de los placeres de la mancebía, como tú mismo dices?

¾Tengo demasiadas contradicciones en mi espíritu que no me permiten solazarme en jolgorios vanos e intrascendentes. Y lo peor de todo es que estoy empezando a experimentar una obsesión por dejar atrás toda esta serie de introspecciones improductivas. Ya basta de especulaciones, interpretaciones y formalismos. La vida no se hizo para los contemplativos. La vida no es un monasterio, ni un retiro espiritual. La vida tiene que ser el campo fértil de la praxis. El espíritu no es sino el compendio de lo que puedas obtener con las manos. Hay que transformarlo todo.

¾Es muy fácil decirlo.

¾Y fácil de ejecutarlo también, siempre y cuando poseas ideas definidas de los escalones que deber ir venciendo. ¿Quieres escuchar algunas de las mías?

Gonzalo se llevó una mano al bolsillo y extrajo una bolsa de plástico.

¾¿Qué es eso? ¾ preguntó Sojito.

¾Perico. Para que me cuentes con lujo de detalles lo que te propones. De repente y tal cogemos bastante energía y lo llevamos a cabo de una vez por todas, para acabar con esta habladera de pendejadas. ¿Le quieres dar?

¾Yeah. Right now, man.

Como templos coloreados de oro.

Así son los hoteles adonde van las parejas en busca de desfogues momentáneos.

Un aparato de aire acondicionado ruidoso y desvencijado. Una cama matrimonial con un quejoso cobertor de plástico debajo de la sábana. Una mesa y una silla de paleta con una jarra de agua encima. Un escaparate de madera endeble. Un espejo de tocador con manchones de mercurio sacramental. Una lámpara fluorescente redonda, muda y fría. Una luz proveniente del baño que desguaza en dos la habitación. Un clima carente de raigambre.

Habían pasado la noche hablando. Se habían contado todo, sin remordimientos, sin rémoras, sin resquemores. Viviseccionaron sus almas con un gusto a azadón que decapita abrojos. No dejaron nada sin confesarse en su afán de convertirse, de nuevo, en amantes extraviados en un laberinto crepuscular. Sus cuerpos, sin haberse tocado, exhalaban el morichal de la pasión. Las heridas del espíritu restañaron por completo porque habían sido igualadas por las heridas de la sangre: una cara tumefacta y una pierna marchita.

No obstante, el infortunio y el amor los habían vuelto a unir. Comunicándose en un idioma despojado de palabras y gestos, se prometieron mares, brisas, sabanas y montañas.

Las sobras de la incertidumbre afloraron a quemarropa.

¾¿Qué será de nosotros, Nectario?

Con denuedo, fumaba él.

¾Algún día todo este enfrentamiento terminará y podremos pensar seriamente en no separarnos jamás. Cada vez son más fuertes los vientos de cambio.

¾Esos vientos nunca llegarán a Miguaque. A menudo me pregunto si la tuya no será una guerra librada contra fantasmas. Quisiera ser como tú y tener esa visión tan amplia y explicaciones para todas las cosas y una idea fija por la cual matar y dejarse matar. A la larga todo se reduce a recuperar el tiempo perdido y a olvidar las malas experiencias.

¾¿Y el amor, Elena?

¾El amor existe solamente cuando está limitado por cuatro paredes desnudas. El amor es un sueño del que despertamos cuando empiezan los aguaceros de Mayo. Lo único que existe es el egoísmo y el cálculo y por eso me pregunto: ¿seremos los mismos al salir de aquí? ¿Existe el amor en Caracas? En Miguaque hace tiempo que murió, si es que alguna vez existió. En este momento puedo afirmar que te amé y que te sigo amando de una manera diferente, lo que pasa es que cuando me dejas sola me agarran unas dudas terribles y sólo veo muerte alrededor de mí porque siempre soy perseguida por tragedias y perfidias y desastres. Así ha sido antes y lo seguirá siendo en el futuro …

¾Eres excesivamente dura contigo misma ¾ Nectario pretendió disuadirla, al tiempo que se incorporaba de la cama ¾. ¿Nos vamos?

Elena lo siguió, deteniéndose ante el espejo para contemplarse en el aura de su fragancia lavada.

¾Mi belleza ha muerto definitivamente ¾ dijo, con tono de ausencias.

Nectario, cejijunto, miraba el rodapié pisoteado por los grillos.

¾Sigues siendo la más bonita ¾ replicó él, escrutando de soslayo sus facciones hinchadas.

¾No quiero que me halagues.

Nectario se acercó, cojeando, y la tomó por los hombros.

¾No me importa.

¾Sí importa. Muerta la belleza, muerto el maleficio. Se lo llevó el viento para siempre y espero que nunca más regrese a nuestras vidas porque solamente así podremos aspirar a la felicidad. La hermosura tiene un precio que se mide únicamente con sangre y con perversidad. Yo he sido una ciega y una vándala y he sido también reina de los tullidos y de los pobres de espíritu. Mi último sortilegio fue conjurar a la muerte según comentan las lenguas viperinas de Miguaque …

¾Elena, por favor, no repitas esas cosas.

Ella lo enfrentó.

¾Pero es que la muerte me redimió, Nectario, la muerte vino a rescatarme y me arrojó de nuevo en tu regazo. Mi pasado es un carapacho roto que me impregna y me empatuca pero hoy por primera vez siento que he vencido el aturdimiento y la razón es que ya no soy un punto de comparación para los demás. Las mujeres quieren medirse conmigo porque presienten que les disputo a sus machos y los hombres se alebrestan con mi presencia porque desean impresionarme para luego arrastrarme a la cama, sí señor, pero ya no más, se acabó todo este espectáculo, mi cara es una pulpa de tomate y mi cuerpo hiede, ¿no es verdad? ¡Por eso no has querido hacerlo conmigo hoy! ¡Te doy asco! ¡Confiésalo! ¡Sientes repugnancia de mí!

Nectario se impresionó al verla a punto de salirse de sus cabales.

¾Elena, mi vida, no sabes lo que dices.

Ella se separó de él.

¾Asco, asco, asco, eso es lo que produzco ahora con esta cara deforme y esta piel nauseabunda, ah pero soy feliz, sí, sí, sí, porque me he librado de esa maldición y se acabó el viacrucis para mí, ya que ahora soy fea, horrible y doy náuseas a quienes se me acercan. Si pudieras saber lo contenta que me siento ahora que me van a dejar en paz y no van a venir más a mí como moscas al azúcar, revoloteándome, azuzándome, tentándome. Los detestaba a todos, absolutamente a todos, porque me usaban como si fuera un adorno. ¡Vengan a ver mi última adquisición: la chica de la metamorfosis, el marimachito que se convirtió en golondrina! El marimachito vuelve a la miasma y al excremento de donde no debió salir jamás, jamás, jamás. Me sacaban a pasear y me mostraban con orgullo de propietarios de vacas Holstein porque yo no era sino otra adquisición para esos lambucios que querían comprarme regalándome vestidos de lamé que me ponía sin medio fondo ni pantaletas ni sostén para tenerlos comiendo de mi mano: esa era mi venganza y si se me vuelve a presentar la oportunidad los vuelvo a humillar. Cojan a su marimachito que ahora es manceba y barragana pública como bien lo dicen a mis espaldas todas esas engreídas. ¡Que me dejen sola con la miseria de mi vida! ¡Para siempre!

Nectario tenía los ojos humedecidos.

¾Elena, yo te amo.

¾¿Me amas, Nectario? ¾ preguntó ella con ansiedad de cocuyo extraviado ¾ ¿Amas, acaso, a esta piltrafa prostituída?

¾Así fueras una leprosa te amaría.

¾¿Siendo como soy, Nectario, una mujerzuela rastrera y vil?

¾Así fueras la más corrompida y abyecta mujer del mundo te amaría.

Elena sollozó también, con lágrimas de amatista, acuclillándose en un rincón.

¾¿Cuándo volveré a ser tuya, Nectario? ¾ demandó con timidez de niña huérfana.

¾Una vez que todo este embrollo haya terminado nos iremos muy lejos, fuera de Venezuela. Romperemos con el pretérito, Elena. Comenzaremos de nuevo, solos, apartados del resto del mundo. Viviré únicamente para adorarte y para hacerte feliz.

¾¿Me lo prometes?

¾Te lo prometo.

Nectario la tomó de la mano. Estaba temblorosa y afectada.

¾Anda, vamonós.

Elena se sentía aliviada de haber arrojado el lastre que la había mantenido reclusa por tanto tiempo.

¾¿Te sientes mejor? ¾ preguntó al abordar el Charger.

Era una noche pensada en cautiverios morganáticos. La luna colgaba del horizonte lechoso como un par de horno.

¾Sí, vamos ¾ contestó ella, entrelazando sus dedos con los de él.

Recorrieron el pedregoso camino de la salida del motel y tomaron la rectilínea vía de la carretera nacional. Desde detrás de un cotoperí, una Wagoneer arrancó simultáneamente.

Elena recostó su cabeza contra el respaldo del asiento. Veía pasar, uno tras otro, los incontables árboles que parecían desplazarse, con vida propia, al paso del vehículo, en un trasfondo de siluetas ondulantes. El viento se colaba por la ventanilla con ruido de Orinoco y caracolitos.

¾He tomado una resolución.

Elena miraba la lejanía con la tristeza de los occisos anónimos.

Nectario parecía rectificar algo en el retrovisor.

¾Voy a marcharme ahora mismo de Miguaque. Me iré a Caracas y allí te esperaré y después haremos tal cual lo tienes decidido. ¿Te parece bien, Nectario?

El semblante de despreocupación en la cara de Nectario se había trastocado.

¾Creo que nos siguen …

Elena se irguió para verificarlo.

¾No voltees. Voy a tratar de escabullirme.

¾¿Quién podrá ser?

¾La Disip, no hay duda.

¾¿Qué?

¾Los esbirros de la policía política.

En la entrada de la vieja laguna de La Chamana, Nectario giró repentinamente y se internó por una calle llena de baches levantando una polvareda ingrávida.

¾Agárrate, Elena.

La Wagoneer frenó ruidosamente, dio media vuelta en el azul mentolado d la noche y tomó la misma vía del Charger.

Sin hacer caso de las cunetas, Nectario apretó más el acelerador, sacándole chispas al tubo de escape y parachoques trasero en un brinco de cinco metros. Elena gritó al caer el vehículo otra vez en el granzón, provocando un remolino de pedruscos rebeldes.

La Wagoneer no aflojaba.

¾Ahí está todavía ¾ dijo Nectario, viendo el retrovisor.

¾Métete por la desmotadora vieja ¾ sugirió Elena con emoción contenida.

Nectario maniobró con pericia, haciendo bramar el motor. Se coleó en el siguiente cruce y, por poco, no se estrelló contra una desvencijada casucha de bahareque y echo de palma.

La Wagoneer, luchando por escaparse de la polvareda, se encaramó en una acera rota y chocó con una tela de gallinero, haciendo volar los estantillos como si fueran de confeti. Un cochino congo salió asustado, berreando como si fuera el día del juicio final.

¾¡A la izquierda ahora! ¾ exclamó Elena.

Era tanta la velocidad que traía el Charger que, por un tris, no se volcó. Los neumáticos chillaban como guacharacas histéricas. Parecía que las piedras iban a traspasar el piso del carro.

De pronto, se acabó la vía engranzonada. Penetraron a un ancho solar de piso de cemento repleto de fardos de algodón.

¾¡Hacia aquel galpón! ¾ conminó Elena.

La Wagoneer incursionó como un dragón psicótico, tumbando bultos con una especie de furia de cobalto.

Nectario apretó el acelerador. Esquivó, por un pelito, una enorme máquina deshilachadora dejada al abandono. Su perseguidor, pudo verlo por el retrovisor, penetró a la edificación chocando con una columna lateral y despidiendo chispazos varicosos.

¾¡Sal por allá! ¾ Elena señaló un portón al otro extremo.

Nectario hizo zigzaguear el Charger por entre las maquinarias desparramadas. Parecía que venía halado por la cola al realizar las precipitadas maniobras. La Wagoneer se acercaba. Los motores tronaban con ímpetus blindados.

Sintió un golpe en la parte trasera. Tenía a la Wagoneer en los talones.

Elena dejó escapar un chillido cuajado. El Charger pareció patinar.

Nectario se aferró al volante hundiendo más la chola. El Charger se fue de lado, amellando las paredes del galpón.

La Wagoneer maniobraba para prensarlo contra el muro. Iba a quedar emparedado entre hierros gangosos. Se vieron envueltos en centellas de acero y caucho.

Súbitamente, Nectario pisó los frenos. En reacción de microsegundos, con su mano derecha impidió que Elena se estrellase contra el parabrisas y, con la izquierda, tiró del volante logrando zafarse de la estranguladora metálica, arrancándole el parachoques trasero a su contrincante.

El Charger giró como una zaranda. Se introdujo por una vereda de bultos de algodón. La Wagoneer frenaba con estruendo al otro lado.

El portón estaba cercano. El Charger era una bala.

¾¡Por ahí no! ¾ gritó Elena recobrándose.

Ya era tarde.

El portón daba a un puente derruido que atravesaba una quebrada convertida en basurero.

El Charger voló durante cuatro segundos que parecieron eones.

Elena gritó aterrorizada.

¾¡Sujétate! ¾ clamó Nectario.

Cayeron de platanazo en una explanada descendente.

La Wagoneer surcó el aire como un misil onírico. No corrió con la misma suerte del Charger. Aterrizó de costado, volteándose espectacularmente.

Nectario pudo verlo por el espejo. Haciendo un esfuerzo supremo, logró dominar la inercia del vehículo y frenó.

La Wagoneer, en su inverosímil voltereta, había detenido su rodada en un arenal entre susurros ahogados.

Elena se sentía desvanecer. Cubrió su cara con las manos, conteniendo los sollozos que aplastaban su pecho. Nectario abrió la portezuela y corrió hacia arriba.

Había un silencio autoritario. Los grillos y las chicharras roían el silencio coagulado. Nectario se acercó a la Wagoneer. Una sombra blanca se aferraba, con rigidez cataléptica, a la ventanilla.

Nectario vio una mano que era como un garfio óseo escurrirse en la oscuridad del interior. Tragó saliva y encajó un disparo seco en la frente. Su último pensamiento fue de franca incredulidad.

Elena reaccionó ante el sonido parecido a un petardo espectral.

Alzó la mirada y observó, en la lejanía, una columna de fuego que perforaba la noche como una punta de lanza prístina y perfecta.

¾Se está quemando el ánima del Túa-Túa ¾ musitó para sí, antes de descender con un miedo anónimo que le apretaba los tobillos con una fluctuación extraviada.

Había una mancha blancuzca que reptaba desde los hierros retorcidos de la Wagoneer.

¾¡Nectario! ¾ llamó en vano Elena, sabiendo que aquel cadáver no tenía otro dueño.

Se quedó paralizada reparando cómo aquel jaspe invertebrado se erguía. Hasta que por fin vio una cara en el tenue destello de una luna llena que quería deglutirse a la sabana.

¾¡¡José Gregorio!!

Fue un terror opaco, recalcitrante, baldado, abominable.

Con espanto de náufrago, corrió. Sus zapatillas se hundían en el blando légamo. Podía sentir los terroncitos invadiendo sus estupefactos talones.

José Gregorio Livorini se lanzó en su persecución. Su pierna izquierda era como de hielo y le escocían las costillas cuando buscaba apresar el aire en bocanadas desesperadas.

Elena huía delante de él. Eran dos torpezas unidas por un cordón umbilical concupiscente.

Corría con desesperación. El pánico no la dejaba pensar. Escuchó dos petardazos más. Supo que la muerte deseaba desandar la distancia. Reprimió un grito de horror y apuró el paso con un mareo opaco. Sus piernas a duras penas lograban mantenerla en equilibrio.

¾¡Detente, desgraciada! ¾ oyó la voz hosca del felino.

José Gregorio Livorini veía a Elena en tres, cuatro, cinco jorobas que se difuminaban en los espejismos ingrávidos de la noche. Volvió a disparar con un sentimiento de candelorio en su garra.

Elena resbaló y rodó por lo que quedaba de pendiente. Las piedras y las ramas la herían sin misericordia. Hubiera querido llorar pero el terror era abrumador.

Se levantó en lo plano y corrió, cojeando, hacia la carretera solitaria. Una bala frenética se estrelló con un horrendo pillido a metro y medio de su cara tumefacta.

Vio luces que venían hacia ella. Sin darse cuenta de que ofrecía un blanco perfecto, se desplazó con dificultad entre los haces que desfloraban la tiniebla. Agitó sus brazos con la desesperación de los que se saben condenados.

José Gregorio Livorini se fue de bruces y dejó escapar el último disparo de su 45 cañón largo. Escuchó, a lo lejos, un grito apagado de Elena. Se incorporó, con terquedad de momia de Guanajato, y fue hacia la luz que se había detenido. Con inercia de mentecato, continuó disparando su revólver vacío.

El vehículo se había parado a dos pasos de la aterrorizada Elena. Era una jaula policial.

¾¿Qué le sucede, señora? ¾ dijo azorado un agente al ver a la azorada mujer.

Elena se limitó, toda muda, a señalar con la mirada al impertérrito fantasma que se aproximaba blandiendo y percutando un revólver sin proyectiles.

El agente, súbitamente en alerta roja, sacó su arma. A iba a disparar cuando el cabo que lo acompañaba lo contuvo.

¾Se le acabaron las balas. No lo tires.

Se le acercó, receloso, y comprobó que era un espanto catatónico. Lo despojó del pistolón con movimiento brusco y cauteloso. José Gregorio Livorini no opuso ninguna resistencia. Su vista estaba perdida en un vacío bordado con los rostros de Elena.

Una moto se acercó rasgando el calor pegostoso de la noche. El cabo le hizo señal de detenerse.

¾¿Qué pasó aquí? ¾ preguntó una voz desde la moto.

¾Esta señora se nos apareció como alma en pena, perseguida por aquel elemento. ¿Ustedes vienen del ánima del Túa-Túa?

¾No, ¿por qué? ¾ respondió otra voz desde la moto.

¾Porque se está quemando, según nos acaban de avisar por radio.

Elena emergió temerosa. Se colocó en la luz, tiritando de pavor. El agente, entre tanto, introducía a José Gregorio Livorini en la jaula.

¾Mamá … ¾ dijo una de las voces desde la moto.

Sojito bajó de la Harley y caminó hacia ella. El cabo lo siguió. Gonzalo se quedó de espectador.

Elena vio a su hijo con una mirada incomprensible.

¾Tu padre … ¾ le dijo.

A Sojito se le aguaron los ojos al verla en tan deplorable estado.

¾Tu padre está muerto … ahí arriba … ¾ dijo Elena, indicando hacia la explanada donde había quedado inerte Nectario, o Benavides, con las pupilas llenas de estrellas y nebulosas.

Ya bastaba de diletantismo.

Habían llegado al acuerdo de hacer algo concreto.

Hacía falta combatir a la reacción y al oscurantismo.

Nada mejor que la fuerza redentora del fuego.

Salieron del burdel sin hacer ruido. Se dirigieron a la bodega de Cándido. Penetraron y sacaron dos latas de kerosén.

¾¿Qué buscan? ¾ preguntó Cándido, asomándose con su bata de falsa seda y su ansiedad lampiña.

Sojito ni le hizo caso.

¾¿Qué piensas hacer, Pedro Esteban? ¾ insistió el delicado tío.

¾Apártese, carajo ¾ soltó el sobrino.

Cándido se mordió el labio, impotente. Gonzalo le pasó por un lado, esbozándole una tonta sonrisilla.

Sojito pareció recordar algo y se devolvió.

¾Deme cien bolívares.

¾¿Para qué? ¾ interrogó Cándido, con timidez feminoide.

¾Que me los dé, nojoda.

Cándido pensó que si su terrible secreto era expuesto a la luz del día iba a morirse de mengua. Introdujo su mano en un bolsillo y extrajo un fajo de billetes amarrados con una liga.

¾Afloje doscientos, más bien.

Cándido entregó lo solicitado. Sojito los amuñuñó y los metió en un bolsillo de sus jeans. Tomó las dos latas y se acomodó detrás de Gonzalo quien ya había encendido la moto. Arrancaron.

El tío bodeguero se había quedado en medio del patio con un aire de solterona empalagosa.

¾¿Quién es ese? ¾ curioseó Gonzalo.

¾Un güevón. Dale rápido que esta vaina pesa mucho.

¾¿Y tu lenguaje florido para dónde se fue?

¾¡Qué cabronería!

“¿Qué mejor comienzo que reducir a cenizas ese templo de superstición que es el ánima del Túa-Túa?”, había subrayado Sojito. La ignorancia inducida por los sacerdotes fariseos había hecho que gentes del pueblo edificaran esa capilla a orillas de la carretera nacional, en pretendido agradecimiento a un elemento que, supuestamente, había muerto en aires de santidad y ahora, desde su enjaezada tumba, prodigaba protecciones y dispensas. Los crédulos iban en interminable procesión a solicitar favores de todo tipo:  curación de enfermedades, consuelo para amores no correspondidos, salvación de la ruina económica, graduación de bachillerato sin arrastre de materias, escapatoria de la recluta, localización de seres queridos extraviados. Luego de satisfechas sus aspiraciones, regresaban agradecidos con velones de a locha, sahumerios de todo tipo, flores olorosísimas que atraían a las avispas en bandadas, fotos de zagaletones con uniforme de cabo segundo de infantería y placas metálicas con la consabida inscripción:

“Gracias por los favores concedidos.

Rdo. del 27-11-69”

Los más delirantes pagaban sus promesas recorriendo a pie los diecisiete kilómetros de distancia desde Miguaque, vestidos con sayones morados de pecadores penitentes y arrancando de madrugada, para que el jupiterino sol de la llanura no los deshidratase.

“No es más que una mezquita radiactiva, propagadora de monsergas embrutecedoras”, había sentenciado Sojito.

“Vamos a pegarle candela a esa mierda”, dijo, escuetamente, Gonzalo, llena su alma de tedio existencial.

Habían llegado a la última loma que ocultaba la capillita. Las luces de Santa Narda de Miguaque titilaban como un pesebre tibio.

Para no dejarse escuchar, Gonzalo apagó la Harley. Descendieron en neutro, sintiendo una brisa propicia para equilibristas viudos.

Al llegar a lo plano, se apearon y ocultaron la máquina en un montarascal. El restaurant de carretera que estaba a la vera de la ermita hacía rato que había cerrado. No obstante, los dos intrusos extremaron precauciones.

¾Me hubieras dicho que aquí había una gasolinera y nos habríamos ahorrado el viaje por el kerosén ¾ susurró Gonzalo sin detener su desplazamiento.

¾A esta hora no hay despacho ¾ contestó Sojito, aguzando el oído.

¾Tú lo que querías era sacarle los reales al maricón ¾ prosiguió Gonzalo.

¾Silencio ¾ Sojito hizo un gesto de alerta.

Una gandola cargada de reses pasó rumbo a Miguaque haciendo retemblar la tierra. Los muchachos se agacharon.

Gonzalo tomó una de las latas y, más ágil que su compañero, se acercó en cinco zancadas a la puerta del santuario. Puso el envase en el suelo. Extrajo una especie de pequeña ganzúa y, con experticia de gamberro marsellés, abrió el candadito de la puerta.

Del interior provenía un resplandor cetrino. Gonzalo apartó unos cortinajes rasposos y se introdujo. Sintió un comienzo de escalofrío en su espinazo. La luz de la luna se combinaba con la refulgencia temblorosa de los velones de a locha produciendo sombras hiperkinéticas. Sudó y creyó que el sudor le iba a nublar la vista.

En el centro había un catafalco negro. Por su mente pasó una ráfaga vívida de 368 escenas de películas de terror. “No pienses culerías, Gonzalo”. ¿Y si se abría el féretro? ¿Y si el ánima del Túa-Túa, con su ingente poder, resucitaba y se le enfrentaba? ¿Y si se le aparecía un muerto? ¿Y si salía una mano fantasmagórica por entre las baldosas del piso y lo agarraba por los pies? ¿Y si, de repente, comenzara a escuchar voces cavernosas de occisos vengadores? ¿Y si las caras funerarias de los retratos de agradecimiento cobraban vida? Había una que se había movido, estaba seguro. Las velas se estaban apagando. Una música horrible estaba punzando sus tímpanos. La carne se le ponía de gallina. Iban a salir los muertos. Iban a abrirse las tumbas.

¡¡PAM!!

Gonzalo saltó. Hubiera corrido despavorido. Lo hubiera hecho. Su único pensamiento racional, en una microfracción de segundo, fue rogar porque no se le aflojaran los esfínteres.

¾Por poquito no me desmadro el pie … ¾ dijo Sojito, sobándose la mano acalambrada por el peso y la incomodidad de la lata de kerosén caída en el piso. Habría notado la palidez cadavérica de Gonzalo de haber estado más iluminada la estancia.

Con eficiencia fanática, Sojito impregnó de combustible todo el interior de la capilla. Su cerebro era un poliedro afiebrado de obsesiones. Esta era su lucha personal contra Dios. Era su venganza por haber sido condenado a una existencia banal. Gonzalo escuchaba alelado un monólogo vertiginoso.

¾Sí. Existes. Claro que existes. Pero no eres la entidad benévola y acogedora del rabí galileo. Esa experiencia de redención mesiánica no fue sino un globo de ensayo tuyo para jugar con nosotros, tu creación. Te divierte hacernos circular desnudos e indefensos por este erial crapuloso. Te diviertes cuando nos engañas y nos haces ilusionar con paraísos alcanzables a través de la fe y la penitencia. Te divertiste cuando nos hiciste llegar profetas que nos hicieron abrigar falsas esperanzas. En realidad siempre fuiste el mismo Dios vengador, tonante e intransigente del Antiguo Testamento. Lo único que deseas es hacernos sufrir en estas vidas míseras. Te alimentas con nuestra adoración y nuestros temores. Ese es el secreto de tu existencia. Por eso juegas con nosotros con actitud ambivalente. Pero he descubierto tu jueguito infame de las dos caras. Por un lado, el Padre protector que siempre acoge al Hijo Pródigo. Por el otro, el sátrapa sobrenatural que nos condena a malvivir en este valle de lágrimas, como lo llamaba tu presunto “Hijo”, pudiendo, con tu omnipotencia, preservarnos de la incuria de este universo pérfido. ¿Dónde está la fuente de tu omnisciencia y de tu poder omnímodo? La poseemos nosotros, tu creación. Tu malhadada creación. Nos fabricaste a tu imagen y semejanza para nutrir tu existencia de parásito del más allá con nuestra fe y nuestra credulidad. Ese es tu maná. Si dejamos de creer en ti, te desinflas como un globo de feria y te conviertes en carroña de gusanos abstractos. Claro que existes, Dios. Se equivocaron Voltaire y Marx cuando te describieron como producto de la ignorancia y la superstición. Claro que existes, sádico del Edén y del Olimpo, Saturno coprófago que te comes a tus hijos en el crisol de tu insaciable vanidad. ¿Qué castigos aberrantes has reservado contra quienes, como yo, han descubierto el terrible y miserable misterio de tu verdadera sustancia? Sé que me vas a destruir y me vas a desintegrar en un escarnio hórrido. Voy a morir de cualquier causa infamante, vejado en un anonimato infernal. Ese es el precio que tengo que pagar. Pero voy a divulgar tu secreto. Estás condenado, Dios zarrapastroso. Tus mismos hijos te harán perecer cuando conozcan tu vulnerabilidad. No serán suficientes todos los obispos, imanes, lamas, heresiarcas, sacerdotisas y demás celadores de tu roñoso imperio para impedir tu decadencia. Estás condenado, de la misma manera como lo estoy yo. Tú tienes el poder del mastodonte. Yo tengo el poder del virus. Nuestra lucha es a muerte. Ambos sucumbiremos. El universo será libre. Muere, maldito cagajón metafísico.

Las primeras llamas consumieron unas cayenas amarillas y un crucifijo de madera.

Gonzalo lloraba con el terror.

Sojito lloraba con el humo.

El fuego se propagó hasta la gasolinera.

La explosión fue atronadora.

João Vermelho, el propietario, se levantó en pantuflas gritando:

¾¡Virgen do Fátima! ¡Virgen do Fátima!

Los dos muchachos contemplaron desde la loma la arquitectura flamígera.

“¡Estás descubierto! ¡Estás descubierto!”, pensaba Sojito, con porfía.

Gonzalo sintió que el horror se le había diluido en una euforia bizarra. Decidió darse dos pases más.

¾Son muy graves estas acusaciones en tu contra, hijo.

Pedrarias procuraba abanar la neblina que había entronizado en su mente desde hacía cuarenta y ocho horas.

¾No obstante, con un ligero esfuerzo de tu parte, conseguiremos sacarte rápidamente de aquí …

Una luz incierta se reflejaba en las paredes tiznadas de pintura al óleo y le molestaba la visibilidad.

¾ … y lo más importante, sin manchas de ninguna especie. Es decir, cero antecendentes penales, cero expedientes, cero constancia de que has estado recluido en esta penitenciaría.

Pedrarias fijó la mirada en el hombrecito grasoso que le hablaba. Estaba cubierto de arrugas como una ciruela pasa. Se chupaba los dientes amarillentos y, simultáneamente, mordisqueaba con fruición una boquilla negra. Tenía saliva reseca en la comisura de los labios.

¾¿Estás interesado en conocer las condiciones?

Pedrarias mesó sus cabellos. Su cuerpo estaba hecho talco por la incomodidad del traslado desde Caracas. Tenía dos días que no se bañaba y el calor le era insoportable. Había un ventiladorcito giratorio en la habitación, pero era más el ruido que hacía que el alivio que proporcionaba. Estaba deprimido. Su mirada brumosa se fijó en el pingüino.

¾Te las explicaré de todas maneras. La familia Alvarenga desea que firmes un documento donde, entre otras cosas, te comprometes a no volver a ver a María Enriqueta; a no ejercer ninguna reclamación de paternidad en caso de que esta, ejem, efímera unión marital arroje frutos (… aquí entre nos, yo creo que eso es innecesario porque, qué carrizo, si salió preñada el problema es de ella, ¿verdad?, por eso es que yo pienso que tú no te vas a echar esa vaina). También te obligas a no fijar residencia en Santa Narda de Miguaque por un período de diez años so pena de que se reactiven las acusaciones en tu contra. Hay otro par de clausulillas más concernientes a tu familia (¡ah putas bien feas las que trabajan con tu papá!). Firma y sales, hijo. ¿Cómo la ves?

Ramírez Pérez sabía que tenía a su presa cogida por la yugular. No tenía escapatoria alguna. ¿Para qué resistirse, entonces? Lo mejor era transarse. No valía la pena hundirse en la sordidez y podredumbre humanas de la penitenciaría por causa de unos polvos, por más bien echados que hubieran estado.

El negocio era redondo. Efraín y María Esperanza Alvarenga contaban con que él, el flamante litigante, Donato Ignacio Ramírez Pérez, arropara todo este embrollo con un manto de tierrita encubridora. El portugués Viera pretendía que sus lucrativos negocios no fueran afectados por las metidas de pata de su vástago mayor. Efraín se orinaba por la presidencia del Concejo Municipal. María Esperanza temblaba de la rabia cada vez que recordaba que su inmaculada hija le abrió las piernas al primer bicho de uña que se le atravesó por delante. Viera deseaba que no le clausuraran sus bares de ficheras y, muchísimo menos, ser expulsado del país.

“No hay pérdida posible”, pensó Ramírez Pérez, “aquí cobro por todos lados. Y todavía me queda pendiente el caso de José Gregorio Livorini. Mira que me cansé de decirle a ese mente de pollo que se quedara enconchado en la montaña de Tamanaco. Pero qué va: ¡y es que pelo de cuca jala más que winche! Menos mal que ya tengo palabreado al juez para que lo suelte la semana próxima. Qué haría uno sin las argucias. En fin, finiquito el asunto con este zagaletón y me empujo para Miguaque a engrasarle la mano a todo el que haga falta para sacar a José Gregorio”.

¾Entonces, hijo, ¿qué respondes?

Querido flaco:

¿Te has dado cuenta de cómo luchan para arraigarnos?

¿Te fijas cómo llegan sus garras linfáticas, sinuosas,

asquerosas y despedazan nuestras moradas?

¿Has visto cómo nada ni nadie puede sofocar nuestra lealtad?

¿Puedes oler la congoja pálida de mi corazón?

¿Vivo todavía en el manantial de tu alma?

¿Pronuncian mi nombre tus ojos?

¿Dónde estás que mi respiración no te alcanza?

¿Te duelen las deudas de mi espíritu?

¿Es éste, tu hijo, mi hijo, un tiempo de asombros enamorados?

¿Sabías que el amor tiene el rostro de la ausencia?

¿Debemos subyugarnos a estos disfraces que deambulan

por entre dunas de calcio?

¿Desfalleceremos en esta prisión aberrante y falsa?

¿Por qué no puede mi pensamiento

despegarse de ti

ni un instante?

 

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