Nayra, la Esposa del Sol

Carlos Bongcam Nyss

 

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Transcurría el mes de marzo de 1536 y en la región cordillerana la temporada de verano llegaba a su fin. Los indígenas informaron que en las sierras había mucha más nieve de la que a simple vista se veía, pero habiendo llegado a aquel punto, a Diego de Almagro no le quedó otra alternativa que seguir adelante por aquel abrupto camino. En compañía de algunos soldados de a caballo llegó a las sierras nevadas y comenzó a ascender por un paso cordillerano que cruza las cumbres a cuatro mil metros sobre el nivel del mar. Al cabo del primer día llegaron hasta unos ranchos de piedra donde pasaron la noche y al día siguiente descansaron a la espera de un grupo de soldados españoles que les seguían. Junto con éstos siguieron adelante y al tercer día se desató una tormenta de montaña que aumentó los sufrimientos de los hombres y de las bestias que intentaban cruzar la cordillera. Al cuarto día alcanzaron las cumbres desde las cuales el valle de Copiapó se encuentra a doce leguas de distancia. Durante todo el día siguiente, siempre en medio de la tormenta, bajaron por la quebrada de Paipote, hasta llegar al río donde encontraron una pequeña construcción en la cual pernoctaron. Al sexto día, desde el inicio del cruce de la cordillera, andando muy de prisa llegaron al valle de Copiapó, donde fueron bien recibidos por los atacameños, los indígenas que vivían en aquel valle. Almagro les pidió que fueran a socorrer a los expedicionarios que venían detrás de él, lo que los naturales hicieron de buen grado, saliendo a su encuentro con llamas vivas y maíz, para darles de comer.

Mientras tanto al grueso de la expedición, donde iba la mayoría de los soldados españoles con miles de indios portadores, yanaconas y negros, mucho antes de entrar a la zona nevada ya se le había terminado casi todos los alimentos. Los indígenas de servicio, que se quejaban de que los habían llevado obligados a morir entre aquellas nieves, iban muy débiles a causa de la inanición y el esfuerzo y apenas podían caminar. Los que ya no se podían mover morían congelados por las bajas temperaturas. El frío de la montaña, implacable con todos, no hacía distingos entre los expedicionarios. El enrarecido aire de las alturas era intensamente frío, tanto que los pulmones parecían llenarse de agujas de hielo al respirarlo.

Dormir en los puertos de la montaña durante las noches, fue lo más terrible. Los toldos que llevábamos los miembros del séquito del Príncipe Paullo, nos protegían precariamente de la nevazón y en ellos el frío era casi tan intenso como a la intemperie. Dentro de sus toldos dormían amontonados los viracochas y nosotros, en los nuestros, nos apretujábamos unos contra otros para mantener el calor. Aquello servía de poco pues todos los amaneceres, los que seguíamos vivos a duras penas nos podíamos desprender de los que se habían congelado durante la noche. En aquella trágica travesía en medio de la tormenta murieron congelados miles de indígenas, negros, algunos españoles y más de treinta caballos.

Los que quedamos con vida, en aquella cada vez más raleada caravana de espectros, durante el día avanzábamos arrastrándonos sobre las heladas rocas cubiertas de nieve del paso cordillerano. La mayoría iba vomitando a causa del apunamiento. El hambre que todos sentíamos era enorme. Mientras los españoles devoraban los restos de los caballos que morían de frío, cuyos cuerpos defendían espada en mano, nosotros no tuvimos más remedio que comernos a nuestros propios muertos.

Durante el cruce de la cordillera, el séquito del Príncipe Paullo se redujo a menos de la mitad. Las primeras en morir de hambre y frío fueron las mamaconas de más edad, porque repartían el escaso alimento entre las más jóvenes y durante las noches para dormir se agrupaban formando un círculo en cuyo centro ponían a las jóvenes acllas, reservándose para ellas la periferia. De esta suerte, cuando el Príncipe Paullo llegó al valle de Copiapó, las acllas que iban al cuidado de su Huaca, eran una docena escasa de muchachas, todas muy jóvenes, entre ellas, Nayra. Ella, por ser hija de un hermano del Inca, era la doncella de mayor rango social.

A medida que iban saliendo de la cordillera, en el acogedor valle de Copiapó los cansados y maltrechos expedicionarios saciaban su hambre devorando los alimentos que los amistosos habitantes del norte de Chile, los atacameños, les brindaban. Con tales atracones de comida, casi sin excepción, todos se enfermaron del estómago.

Tres españoles de los que se habían adelantado a la expedición a la salida del Cuzco, habían llegado a Chile sin sufrir los mismos padecimientos que debió soportar el grueso de la expedición de Almagro, puesto que cruzaron la cordillera con buen tiempo.

Durante gran parte del trayecto, dado que iban adelante de los mensajeros del Príncipe Paullo, los indígenas de las comarcas que atravesaban les atendían con cordialidad. Pero una vez en Chile, los mensajeros de Paullo les alcanzaron en el valle de Huasco, donde gobernaba el Curaca Marcadey. Atendiendo a las órdenes del Inca Manco Capac, los indígenas mataron a los tres soldados, sepultado secretamente sus cuerpos y los de sus cabalgaduras.

En todos los poblados a los cuales llegaba, Almagro preguntaba por estos españoles, por eso sabía que ellos le iban precediendo.

Cuando llegaron al valle de Coquimbo, los conquistadores encontraron algunas pertenencias de los soldados adelantados y se informaron de su destino. Entonces Almagro mandó a buscar al usurpador de Copiapó y al Curaca Marcadey, de Huasco. Y en el intertanto invitó a reunirse con él a todos los nobles de Coquimbo.

Éstos acudieron confiados y los españoles apresaron a veintisiete de ellos. Sin atender a las razones de los indígenas, que afirmaban que los soldados españoles habían sido ajusticiados por querer mandar como señores en tierra ajena, Diego de Almagro los condenó a todos a morir en la hoguera. Los dignatarios indígenas murieron con estoicismo, dando muestras de gran valentía. Más aún, en el instante en que lo envolvió el fuego de la pira de leña, el Curaca Marcadey les gritó: “¡Viracochas, ancha mishki nina!” (Viracochas, muy dulce me es el fuego) (3).

 

Ninguna de las mamaconas que iban al cuidado de la Huaca del Príncipe Paullo sobrevivió al trágico cruce de la cordillera de los Andes. Debido a esta desgracia y en atención a su parentesco con el Inca, el Príncipe Paullo designó a Nayra como responsable del transporte y cuidado de su Huaca, función que revestía suma importancia, por ser ésta un objeto con poderes especiales que lo protegía. Esta designación distrajo a Nayra de la pena que le había producido la pérdida de sus perros de la Luna, los que murieron de frío durante el cruce de la cordillera.

Cierto día, el aguerrido Capitán Kari, el que junto al Capitán Huaman comandaba la guardia encargada de proteger la vida del Príncipe Paullo, hermano del Inca Manco, reparó sorprendido en una hermosa jovencita. Se trataba de Nayra, la hija única del Sumo Sacerdote Villahoma, y una de las acllas sobrevivientes a la azarosa travesía de la cordillera de los Andes. Aquella repentina revelación le quitó definitivamente el sueño al Capitán Kari, quien se consolaba con la esperanza de que una vez de regreso en el Perú, en retribución de sus servicios le solicitaría al Inca que le cediera aquella muchacha para hacerla su esposa. En previsión de alguna jugarreta del destino, el Capitán Kari guardó en completo secreto su amor por Nayra.

Poco tiempo después de asumir sus nuevas funciones, Nayra tuvo un sueño que se apresuró a comunicar al Príncipe Paullo. En el sueño la joven había visto a miles de guerreros incas reuniéndose en las colinas que rodeaban el Cuzco. Los hombres iban armados, silenciosos y decididos a atacar a los viracochas que vivían junto a la plaza. Lo que más le había impresionado en aquel sueño fue ver el Sumo Sacerdote, su padre, entre los guerreros y que con abundantes lágrimas en los ojos se despidiera de ella, diciéndole: “Para quedar a salvo de lo que está por venir, tu madre se ha ido a la región de donde son sus padres, y yo ya no la veré nunca más y ti, querida hija, tampoco.” En el hermoso valle del río Aconcagua, de fértiles y bien cultivadas tierras regadas por el río del mismo nombre, Diego de Almagro fue bien recibido por el Curaca local, quien gobernaba en nombre del Inca. Este Curaca había seguido los consejos de Gonzalo Calvo de Barrientos, un soldado español que un tiempo atrás había viajado por su cuenta a Chile, avergonzado porque el Gobernador Francisco Pizarro había ordenado que le cortaran las orejas a causa de un robo. Gonzalo había sido muy bien acogido por los indígenas y vivía entre ellos en perfecta armonía. A mediados del mes de mayo, Almagro recibió la noticia de que una nave española había fondeado en la caleta de Los Vilos. Este barco formaba parte de la flotilla que él había dispuesto organizar en Perú, bajo el mando del Capitán Ruy Díaz.

Reunidos todos los miembros de su tropa, Almagro dispuso la salida al sur de dos grupos de exploración. El menor de éstos recorrió la costa y el más numeroso se dirigió al sur hasta encontrarse con los mapuches en las riberas del río Ñuble. Allí se produjo una encarnizada batalla en la cual fueron heridos muchos españoles y la casi totalidad de los caballos, lo cual provocó el inmediato regreso de aquella partida de soldados. Poco tiempo después, considerando la dura resistencia de los mapuches en defensa de sus tierras, la inexistencia de los metales preciosos que ellos buscaban y la noticia de la rebelión de los incas, Diego de Almagro decidió regresar al Perú.

Manco Inca ordenó a todos los guerreros del Imperio que se concentraran en los alrededores del Cuzco y de Lima, dispuestos a matar a los viracochas que allí encontraban. El día en que se inició la rebelión general de los incas, las dos ciudades principales fueron atacadas. En Lima los españoles, al mando de Francisco Pizarro, quedaron sitiados.

En el Cuzco estaba Hernando Pizarro y dos de sus hermanos, al frente de ciento veinte soldados de a pie y ochenta de a caballo.

Los indígenas les atacaron a medianoche, con gran gritería y lanzando flechas encendidas con las que provocaron el incendio de todas las casas, con la sola excepción del Templo del Sol. Viendo que estaban en minoría, los españoles salieron a la plaza y formaron un escuadrón de veinte caballeros por lado, con los ciento veinte infantes dentro del cuadrado. Cuando los guerreros incas arremetían, los de a caballo los repelían, causándoles gran cantidad de bajas. De aquella forma estuvieron combatiendo hasta que amaneció.

Los conquistadores que andaban repartidos por los valles del Perú, saqueando las antiguas sepulturas o explotando las minas de oro, fueron muertos allí donde los indígenas los sorprendieron.

Almagro eligió retornar al Perú siguiendo el Camino de los Incas que atravesaba de norte a sur el desierto de Atacama. Corría el año 1537 y las noticias que llegaban del Perú hablaban de los españoles que habían sido muertos en los campos y de los muchos que estaban sitiados en las ciudades. En el Cuzco, acosados por miles de guerreros, con grandes penalidades se defendían los hermanos Pizarro y sus soldados, mientras en Lima el propio Gobernador Francisco Pizarro hacía otro tanto.

Durante la preparación para el regreso, entre los soldados surgió un enorme descontento. Este malestar tenía su origen en las grandes deudas que los expedicionarios habían contraído con el propio Almagro antes de iniciar el viaje, deudas que pensaban cancelar con las riquezas que esperaban encontrar en Chile. Pero la triste realidad era que volvían más pobres que al inicio de aquella aventura. Enterándose Almagro de las aflicciones de sus hombres, ordenó a su albacea que le trajera todos los pagarés, los sacó uno a uno del cofre donde estaban guardados y, dado que no sabía leer, se los fue entregando a su Secretario quien leía el nombre del deudor. Al presentarse éste Almagro rompía el pagaré y entregaba los pedazos del documento, diciéndole: “Esta es tu obligación, yo os la suelto.” La operación la repitió con todos sus deudores presentes y por último a los escribanos les ordenó: “Testen y cancelen los registros, que yo me doy por contento y pagado de las deudas.” Cuando la expedición de Almagro estaba por llegar al límite norte del desierto de Atacama, donde comienza la Pampa del Tamarugal, el Príncipe Paullo le dijo al Capitán Huaman que había llegado la hora de rebelarse contra los viracochas a fin de expulsarlos del Imperio y recuperar la libertad. Huaman le respondió que él y el Capitán Kari verían la mejor forma de cumplir su orden.
Unos días más tarde, a la altura de Antofagasta, de madrugada escaparon todos los integrantes de la comitiva del Príncipe. Pero el mismo Paullo no pudo huir porque aquella noche el soldado Martiacote, su cancerbero personal, se había encadenado a su persona. Como no podían matar al español sin poner en riesgo el éxito de la huída y la vida de todos los que escapaban, los capitanes incas que dirigían la operación no tuvieron más remedio que dejar cautivo al Príncipe, con la esperanza de rescatarlo más adelante. Sin embargo, los sublevados se llevaron consigo la Huaca del Príncipe, que Nayra tenía bajo su custodia, y a todas las acllas. Al día siguiente, luego de percatarse de la huída de los indígenas, los jinetes españoles hicieron algunas batidas por los alrededores, sin ningún resultado. En vista de lo cual, Almagro decidió continuar la marcha hacia el Perú, donde le esperaban otros asuntos para él más importantes.

El éxito del escape se debió en gran parte a la ayuda de los indígenas atacameños, leales al Inca Manco. Las noticias que llegaban desde el Perú, sin embargo, no eran nada alentadoras pues decían que los sublevados no habían podido conquistar las ciudades sitiadas. Los guerreros incas, pese a las incontables pérdidas de vidas humanas, se batían contra los españoles con inigualable valor, pero la superioridad técnica del armamento de éstos y su indesmentible arrojo, estaba volcando la lucha a favor de los conquistadores. Entonces Manco Inca decidió dar término a la rebelión y llamando a su presencia a los nobles y jefes militares, les dijo: «Hermanos e hijos míos, bien he visto el amor que habéis mostrado en mi servicio, pues con tanto ánimo y tanta prontitud habéis ofrecido vuestras vidas y haciendas, mujeres e hijos por verme restituido en mi imperio. Paréceme que visiblemente lo ha contradicho el Pachacamac (dios creador y sustentador del mundo), y porque no quiere que yo sea emperador, no es razón que vamos contra su voluntad. Más quiero verme privado y desposeído de mi imperio que ver muertes de mis vasallos, que los amo como a hijos. Por no ser causa de que por mí os maltraten los viracochas, viéndome en alguno de mis reinos, sospechando que desearéis restituirme en mi imperio, quiero desterrarme de él, para que perdiendo la sospecha os traten mejor y os tengan por amigos. Ahora veo cumplida por entero la profecía de mi padre Huaina Capac, que gentes no conocidas habían de quitarnos nuestro imperio, destruir nuestra república y religión. Yo me voy a las montañas de los Antis para que la aspereza de ellas me defienda y asegure de estos hombres, pues toda mi potencia no ha podido. En ellas viviré quieto, sin enojar a los extranjeros, porque no os maltraten por mi causa.» (4)

A continuación, seguido de sus parientes, los nobles que quisieron hacerlo, sus leales capitanes y soldados y sus numerosos sirvientes, el Inca se internó en las montañas de los Andes, estableciéndose en el valle de Vilcabamba donde fundó un pequeño estado neoinca que duró hasta 1572, el año en que fue destruido.

Diego de Almagro llegó al Perú después que el Inca Manco Yupanqui había dado por terminada la rebelión y los guerreros rebeldes habían abandonado el sitio de las ciudades de Lima y el Cuzco. Para ese entonces, el propio Manco Inca ya se había refugiado en las profundidades de la cordillera de los Andes.

Considerando que la ciudad de el Cuzco estaba dentro de sus dominios, Almagro atacó con sus hombres a los españoles atrincherados en la ciudad y junto con tomar la plaza hizo prisioneros a Hernando Pizarro y los otros dos hermanos del Gobernador. Después de negociar con Pizarro, Almagro puso en libertad a sus hermanos y mantuvo en su poder la ciudad del Cuzco hasta que el Rey de España decidiera sobre ella. En seguida nombró Inca al Príncipe Paullo y se quedó a la espera de las noticias de España.
Pero los hermanos Pizarro no respetaron el acuerdo de paz firmado con Almagro y lo atacaron por sorpresa. En aquellos momentos, éste se encontraba tan enfermo que ni siquiera pudo subirse al caballo para salir a combatir. Una vez derrotadas las fuerzas almagristas, su jefe fue condenado a muerte por los vencedores.

Diego de Almagro murió ejecutado en el garrote y su cuerpo fue llevado a la plaza pública donde le cortaron la cabeza. Este hecho desató una cruenta guerra civil, entre pizarristas y almagristas, que duró varios años.

Después de asegurarse de que Diego de Almagro y sus soldados habían seguido hacia el Perú, los capitanes incas sublevados acordaron establecerse en aquella zona. El Reino de la Pampa del Tamarugal fue organizado, según el modelo inca tradicional, como un pequeño dominio independiente, hasta tomar contactos secretos con Manco Inca, a la sazón refugiado en Vilcabamba. Los capitanes Huaman y Kari se comprometieron a organizar a los guerreros que iban a defender el reino rebelde. Huaman fue designado Mallku, Maestre de Campo, y Kari, Capitán General. En los meses que siguieron, guiados por los lugareños fieles al Inca, los guerreros ocuparon su tiempo en reconocer las serranías, las quebradas, las gargantas, los valles y la propia Pampa del Tamarugal, en busca de los sitios apropiados para construir pueblos, chacras y refugios secretos.

Katari, uno de los nobles no incas que acompañaban a Almagro, también se rebeló contra los españoles y por acuerdo de los capitanes fue elevado a la categoría de Curaca del Reino de la Pampa del Tamarugal. Hábil constructor —además de simulador, falso y solapado—, dirigió la planificación y levantamiento de un modesto Templo del Sol y del poblado a su alrededor. También diseñó y construyó las terrazas para los cultivos y las acequias de riego para éstas. El caserío Kachi, llamado así en atención a que se encontraba en una zona rodeada de salares, de hecho comenzó a hacer las veces de capital del Reino. Para llegar a aquel valle secreto había que pasar por dos estrechos desfiladeros entre cerros, accidentes geográficos que, llegado el caso facilitarían su defensa.

En las quebradas cercanas, los incas construyeron más chacras y terrazas de cultivo, empleando las probadas técnicas de sus antepasados en la canalización de las aguas. Con rapidez se adaptaron al medio y pudieron pasar inadvertidos entre los antiguos habitantes atacameños de la región. Los guerreros incas recorrían sus dominios en destacamentos de desplazamiento rápido, con la misión de atacar por sorpresa a los españoles sólo cuando los aventajaran en número y tuvieran la victoria asegurada.
Nayra era hija de un hermano del Inca y debido a ello tenía el más alto rango social en el grupo de indígenas rebeldes, por tal motivo fue nombrada Coya Pacsa, Sacerdotisa Suprema, del Reino de la Pampa del Tamarugal. Cierta noche Nayra soñó que el Inca Manco ordenaba el término de la sublevación y con sus parientes y servidores se retiraba a las profundidades de la cordillera de los Andes, para establecerse en una zona a la cual los españoles no tuvieran acceso. Convencida de que su sueño se iba a hacer realidad, Nayra le pidió audiencia al Curaca Katari al que le dio a conocer sus premoniciones. El Curaca, que no estaba enterado de las extrañas capacidades de la joven, le escuchó con atención, pero sin darle crédito. Sin embargo, comentó las palabras de Nayra con el Mallku Huaman, el Maestre de Campo. De modo que unos días más tarde, cuando las noticias de los chasquis confirmaron punto por punto las predicciones de Nayra, hubo un imparcial y valioso testigo de aquel prodigio.

En tanto en la Pampa del Tamarugal se supo que Manco Inca, para evitar el exterminio de sus súbditos, había dado por terminada la sublevación y se había internado en la cordillera de los Andes, los nobles se reunieron para tomar una decisión. Por unanimidad se acordó tomar contacto con el Inca en su refugio de Vilcabamba y continuar la lucha en la Pampa del Tamarugal. La noticia de la existencia de este nuevo reino se difundió por todo el Perú, lo que dio lugar a la llegada de varios destacamentos de guerreros, acompañados de sus respectivos ayllus, comunidades de base formadas por varias familias, que no querían permanecer sometidos a los conquistadores.

Cierto día los cazadores incas capturaron un cachorro de puma cuya madre había muerto pateada por un huanaco al que intentó atrapar. Era un puma hembra que Nayra adoptó de inmediato y por nombre le puso Lluspi porque la suavidad de su piel le recordaba la de su primer perrito de la Luna. La pequeña había estado varios días sin comer y se encontraba muy débil. Alimentándola con leche de llama, Nayra logró que al cabo de unas pocas semanas el animalito recorriera las habitaciones de la casa de las mamaconas como si fuera la suya propia. La leona creció sumisa y obediente permaneciendo todo el día junto a su ama o esperándola echada junto a la puerta cuando la Coya Pacsa se ausentaba para cumplir sus deberes en el Templo del Sol. Al cumplir dos años, Lluspi comenzó a comportarse de manera distinta a la habitual porque sentía una inexplicable inquietud. Pasaba gran parte de los días echada sobre un gran peñasco mirando hacia las cumbres de los Andes hasta que finalmente un día le dijo a Nayra que sentía la necesidad de partir y partió. Seis meses transcurrieron y la leona regresó con el vientre hinchado y al poco tiempo parió dos hermosos cachorros, un macho y una hembra, a quienes Nayra llamó Wayra y Wawa, respectivamente. Los animalitos crecieron sin problemas, alimentados por su madre. Cuando los pequeños cumplieron un año, en previsión de que tuvieran bruscos cambios de comportamiento, comenzaron a vivir en una gran jaula que los indígenas construyeron detrás del Templo del Sol. Allí sólo la Coya Pacsa podía entrar sin que los animales se alteraran. La leona madre, por su parte, continuaba recorriendo la casa de las mamaconas para que las mujeres la acariciaran. Al llegar a la edad que su madre tenía el día en que partió a la zona de los Andes donde los pumas vivían en libertad, Wayra y Wawa se fueron, ansiosos por alcanzar las montañas desde las cuales les venía el llamado de la especie. Aquella vez Lluspi, permaneció junto a Nayra.

Una veintena de indígenas cañaris, portando bultos y lanzas con afiladas puntas de obsidiana y caminado en silencio, surgió por el recodo del sendero de la montaña de granito, allí donde el desfiladero desembocaba al borde mismo del profundo barranco cordillerano. Tras ellos, llevando sus caballos de tiro, aparecieron los restos vivientes de una pareja estrafalaria de soldados españoles de aspecto más que miserable. Eran dos espectros con sus ropas convertidas en harapos, desgreñados y sucios. Mientras uno de ellos cojeaba visiblemente de su pierna derecha, el otro avanzaba arrastrando los pies. Ambos llevaban puestos sus petos y cascos de hierro y los gastados correajes de los cuales colgaban sus viejas espadas en sus fundas respectivas. De los gloriosos tiempos en que había sido un gallardo soldado de las huestes de Francisco Pizarro, al cristiano de mayor edad sólo le quedaba su abollado casco de hierro, sin ningún tipo de adornos, su peto, su espada y su viejo, flaco y maltrecho caballo. El otro español caminaba al lado de su cabalgadura sujetándola de las riendas, aunque más parecía ir colgando de las correas. Siguiendo los pasos de aquellos famélicos, andrajosos y fatigados soldados, por el recodo de la senda emergió la descompuesta y trágica figura de un cura montado en una flaca cabalgadura cuyos huesos, a cada paso, estaban a punto de salirse de la sucia piel que los mantenía unidos. Siguiendo el ritmo del cansino paso del animal, un gran crucifijo de madera le iba golpeando el pecho. Llevaba el religioso una corta espada colgada del cinto y arremangada la sotana. Cerrando aquella extravagante e insólita y caravana iba una partida de indios yanaconas con grandes bultos sobre sus espaldas.

El sinuoso sendero de ajustadas piedras, por el cual avanzaba aquella columna de fantasmas, había sido labrado en el granito siguiendo las ondulaciones del terreno hasta el borde del cañadón por cuya abrupta ladera descendía zigzagueando. El fondo de la enorme grieta entre las altas montañas esperaba a aquellos hombres cubierto recatadamente por una espesa bruma. De las profundidades del estrecho valle llegaba el sordo rugido de un río cordillerano, crecido en aquella época del año por causa del deshielo de las nevadas montañas. Sin prisa, como arrastrándose sendero abajo, los hombres descendieron hacia el valle. Luego de atravesar las capas superiores de la densa neblina, la columna arribó a unas terrazas de cultivo construidas en la ladera del cerro.

Aquellas chacras de los incas eran regadas con el agua que llegaba desde muy lejos por acequias excavadas en la roca viva.

Aunque los españoles bajaban admirándose de aquellos cultivos, en ningún momento dejaban de pensar, obsesionados, que ellos no andaban en busca de verduras, sino de oro. Ambos soldados, al comienzo de la conquista del Perú, habían poseído grandes cantidades de aquel precioso metal, riqueza que, con la misma facilidad con que les había llegado, se les había escurrido entre los dedos, escapándose de sus manos. Con la alucinada esperanza de reencontrarse con la fortuna, aquellos hombres andaban en busca de huacas, tumbas, para despojar a los muertos de los objetos de valor con los cuales habían sido sepultados.

Aquellos huaqueros, buscadores de tumbas, eran los soldados españoles Alonso Herrera y Miguel Solana, a los cuales se les había sumado el cura Diego Portillo. Los indígenas que les acompañaban, excepto Felipillo, que oficiaba de intérprete, eran cañaris y chachapoyas. Estas tribus fueron las últimas que los incas vencieron e incorporaron a su Imperio. Por esa razón, luego de la derrota de Atahualpa se aliaron a los conquistadores y muchos de ellos deambulaban junto a los españoles por todo el Perú, ejerciendo un pillaje sin freno.

Alonso Herrera, natural de Extremadura, España, había llegado directamente al Perú, formando parte del grupo de parientes y amigos con los que Francisco Pizarro regresó desde España al término del viaje en el cual consiguió que el Rey Carlos Primero le hiciera hidalgo y le confiriese los cargos de Gobernador, Capitán General, Adelantado y Alguacil Mayor, con la autorización para conquistar el Perú para la Corona del reino. Alonso Herrera era hijo de un soldado español y su madre había sido sirvienta de un comerciante hasta su matrimonio. Alonso recibió instrucción en la escuela anexa a la iglesia de su pueblo, hasta que la muerte de su padre, en las campañas de Italia, le obligó a trabajar como dependiente del comerciante donde su madre regresó como sirvienta. Debido a esa circunstancia, los alimentos no le habían faltado por lo que Alonso tenía buena estatura y un cuerpo bien desarrollado. Era de ánimo ligero y de reacciones rápidas, no meditadas, lo que le había valido muchas desavenencias con sus compañeros de armas e innecesarias complicaciones en su vida. Su excesivo optimismo, traducido en una incurable ambición de riquezas, y su confianza ciega en la suerte, materializada en su participación obsesiva en los juegos de azar, lo habían desposeído de la considerable fortuna que le había correspondido cuando Francisco Pizarro repartió el tesoro de Atahualpa. Ocurrida esta desgracia, que le devolvió al estado de pobreza que tenía al llegar al Perú, con la misma terquedad con la cual había desperdiciado su fortuna, decidió alejarse de los naipes, juego que desde entonces pasó a ser objeto de su odio. Las numerosas heridas recibidas en sus incontables batallas, le habían dejado el cuerpo surcado de cicatrices y tiesa como un palo su pierna derecha, la que arrastraba al caminar. Su rostro estaba enmarcado por una pelambre gris con algunos escasos mechones rojos. Sus ojos eran imposibles de ver a causa de sus pobladas cejas y su carnosa y protuberante nariz.

Después del asesinato de Francisco Pizarro a manos de unos soldados partidarios de Diego de Almagro, Alonso Herrera había tomado la irrevocable decisión de regresar a España. Para sufragar los gastos del retorno y no llegar a su tierra con las manos vacías, se había empeñado en encontrar oro. El huaqueo, saqueo de tumbas antiguas, era su última oportunidad.

Miguel Solana era natural de Castilla, región española que había abandonado siendo muy joven para trasladarse a América con la esperanza de hacer fortuna y, tal como los conquistadores solían afirmar para justificar sus tropelías, extender la fe cristiana entre los habitantes de aquellas remotas regiones. Solana había llegado al Perú, formando parte de las huestes de Diego de Almagro, poco tiempo después de la captura de Atahualpa. Sin embargo, en atención a las cláusulas estipuladas entre los capitanes, él había recibido una parte de los cien mil ducados que Pizarro le entregó a Almagro cuando se repartió el tesoro del Inca. Miguel Solana era de baja estatura, ancho de pecho y fuerte de brazos. Su cara, que se correspondía con la corpulencia de su cuerpo, era redonda, roja y escasa de barbas. Miguel se había hecho famoso a raíz de una batalla en la que habiendo perdido su espada, siguió matando indígenas a golpes de puños con manoplas. Al igual que su compañero de armas y de aventuras, jugando a los naipes quedó sin dinero. Para viajar a Chile se había endeudado con Almagro a fin de comprarse un caballo, una adarga y una nueva espada. De aquella malograda aventura en el mítico país de sur habría salido aún más pobre si antes del regreso Almagro no le hubiera perdonado sus deudas. Una vez que los hermanos Pizarro ajusticiaron a Almagro, Miguel Solana decidió retornar a España, desplegando antes un último intento en pos de la esquiva fortuna.

A las pocas semanas de haber iniciado su nueva aventura, habíase encontrado con Alonso Lozano y los indios que le acompañaban.

Dado que éstos andaban huaqueando en busca de oro, lo mismo que él, se unió a ellos de inmediato.

El fraile Diego Portillo, también de origen español, había viajado a América a ganarse el cielo adoctrinando a los indios a quienes el Papa, habiéndoles reconocido la condición de seres humanos, había declarado dignos de ser evangelizados, al contrario de los negros de África los que según el Santo Padre eran seres que sólo servían para ser esclavizados. Una vez en el Perú, las perspectivas misioneras del cura dieron paso a otras preocupaciones más terrenales, motivadas por la belleza de una indígena con la que él se había amancebado y la innegable presencia en este mundo de los tres hijos habidos en ella. Cuando el Obispo de Lima, a cuyos oídos llegaron los relatos que hablaban de la conducta licenciosa y pecadora de Juan Portillo, le hizo llamar a su presencia para amonestarlo, el cura escapó a la sierra prometiéndole a la madre de sus hijos que habría de volver a su lado en tanto le sonriése la fortuna y que para entonces dejaría la sotana. Los soldados Herrera y Solana, a quienes tuvo el buen cuidado de ocultar sus problemas, aceptaron gustosos que él formara parte de su grupo, pensando que era favorable para ellos la presencia de un cura. El fraile tenía el rostro lampiño y su aspecto, que había sido el de un sano y regordete tabernero, a consecuencia de las malas jornadas y de los duros trabajos pasados sufridos, se veía demacrado y envejecido por la flácida papada que le colgaba de su pequeño mentón. Era evidente que cada paso del agotado animal, en cuyo maltratado lomo viajaba, le provocaba al religioso un latigazo de dolor en las posaderas.

Al acercarse al poblado sito en el fondo del valle, de la columna de huaqueros se adelantó Felipillo, el indígena que actuaba como intérprete. Luego de intercambiar algunas frases con los lugareños que habían salido al camino a recibirlos, regresó al lado de los soldados para decirles que era bienvenidos. Los españoles y sus acompañantes fueron recibidos sin muestras de hostilidad, aunque los gestos amistosos de los incas a duras penas ocultaban el temor y la desconfianza que en el fondo de sus almas albergaban. Los recién llegados fueron conducidos de inmediato a la plaza del pueblo donde se encontraba el español Gonzalo Calvo y sus acompañantes: el joven portugués Vasco de Almeyda y un grupo de yanaconas, todos ellos buscadores de riquezas. Estos últimos llevaban varias semanas efectuando un infructuoso rastreo de huacas en aquel valle, dado que en las tumbas de los indígenas principales era seguro encontrar objetos de oro y plata, por ser una costumbre de los naturales enterrar a sus muertos junto con sus joyas y los objetos de valor más apreciados por los difuntos.

Los soldados españoles, que se conocían entre ellos, se saludaron sin demostrar una muy efusiva alegría y después, por sus respectivos compañeros, fueron presentados el cura Portillo y el portugués Vasco de Almeyda. Estaban terminando de saludarse, cuando un grupo de mujeres indígenas llegó con fuentes y ollas con comida. A los soldados españoles les sirvieron dentro de una casa mientras que a los indígenas acompañantes les dieron de comer en la plaza. Para los caballos trajeron grandes brazadas de matas de maíz, sin mazorcas, que habían cortado en una terraza de cultivo cercana. Con las mujeres, el Camayoc les mandó a decir a los extranjeros que si algo les hacía falta lo dijeran, pues él vería, de ser posible, proveérselos de inmediato. A raíz de estos breves diálogos todos pudieron constatar que el conocimiento del quechua que Vasco de Almeyda había alcanzado, era tan bueno como el que Felipillo tenía del castellano.

Gonzalo Calvo, originario de Andalucía, había llegado al Perú formando parte del grupo de soldados españoles que fueron a reforzar el contingente de conquistadores de Francisco Pizarro, cuando éste se encontraba en Tumbes aprestándose para invadir el Imperio Inca. De cuerpo musculoso y regular altura, llevaba una espesa barba de la que sobresalía una nariz ganchuda y abultada en su extremo. Sus pobladas cejas ocultaban sus pequeños ojos, dándole a su rostro el aspecto de una extraña ave de rapiña.

Semejanza acentuada por la falta de sus orejas. Después de repartirse el tesoro de Atahualpa, todos los soldados españoles experimentaron cambios en su conducta. No obstante verse enriquecidos de la noche a la mañana, a muchos los transformó la codicia. Cegado por el afán de acrecentar aún más su fortuna, Gonzalo perdió su fortuna en los juegos de azar y ambas orejas en un juicio por robos reiterados a sus camaradas de armas. Después de haberse ido a Chile a pasar su escarnio, regresó al Perú integrando las huestes de Diego de Almagro. La derrota y muerte de su capitán, lo decidió a recorrer el Perú huaqueando, es decir, buscando huacas, tumbas, para saquearlas y de ese modo reunir una pequeña fortuna que le permitiese regresar a España a morir entre los suyos.

El joven Vasco de Almeyda había nacido en un pueblo del sur de Portugal, cercano a la frontera con España, y era hijo de padre portugués y madre española. Por haberse criado en una zona fronteriza dominaba con soltura tanto el portugués como el castellano. De alto y distinguido porte, Vasco lucía una roja y alborotada cabellera que de lejos le distinguía de sus siniestros acompañantes. Lucía una incipiente barba juvenil y una celeste e intensa mirada. El color de sus ojos provocaba a las mujeres, sin que el joven lo pudiera evitar, pero Vasco evitaba el asedio femenino escudándose en sus principios religiosos que le apartaban del pecado carnal. Vasco había llegado recientemente al Perú atraído por la fama de sus tesoros. Como era usual entre los conquistadores, el joven portaba una espada de acero, pero también llevaba consigo la bandurria que le había regalado su madre y cuyas tensas cuerdas rasgueaba con un anacarado trocito de concha marina. Con aquellos sonidos se acompañaba al cantar las tristes y melodiosas canciones de su tierra natal. El joven lusitano, que ignoraba lo sucedido en los primeros años de la conquista, tenía un gran interés por conocer aquellos hechos. Debido a esto recibió con entusiasmo a los recién llegados, pensando que aquellos rudos soldados españoles tenían muchas anécdotas interesantes para contar. Desde el principio se había sentido fascinado por las creencias, costumbres e historia del país, lo que le sirvió de acicate para aprender quechua, el idioma de los incas.

Los peninsulares acordaron proseguir juntos la búsqueda de antiguas sepulturas, continuando el recorrido por los valles cuyos ríos vaciaban sus aguas en el Océano Pacífico. Los estrechos y fértiles valles estaban separados por los cerros y zonas desérticas de arenales, lo que hacía muy fatigoso el avance de los hombres y las bestias hacia el sur. A su paso por los lugares habitados —la mayoría de los valles estaban despoblados—, si los indígenas no les proporcionaban de buen grado carne, pescados, verduras y frutas para los hombres y cañas de maíz para los caballos, los conquistadores tomaban a los viejos o a los camayoc y los molían a palos. De tanto repetir sus abusos los tenían éstos por costumbre.

La más de las veces metían sus animales a pastar en las chacras de maíz, dejando a su paso la desolación, el odio y el temor entre los incas. Siguiendo el ejemplo de los españoles, los cañaris y chachapoyas que les acompañaban como yanaconas o servidores, robaban a los indígenas sus ropas y los objetos de valor. Debido a esto yanacona pasó a ser sinónimo de bellaco y de ladrón.

Por aquellos días, en otros lugares del Imperio de los Incas los españoles partidarios de Pizarro seguían batiéndose a muerte con los almagristas, pero aquella cruenta guerra civil no les interesaba a estos huaqueros cuya principal aspiración del momento era encontrar cuanto antes el oro suficiente para largarse de regreso a España.

Sin ningún temor al Dios que decían representar, los españoles tomaban a las mujeres de los indígenas para solazarse con ellas. A las doncellas que encontraban las desvirgaban usando la fuerza y a las que se resistían las mataban. Atemorizados con esta barbarie, los habitantes de los poblados huían a esconderse de los españoles, llevándose consigo los alimentos y sus mujeres. Dado que la mala fama les precedía, a medida que los huaqueros avanzaban hacia el sur, cada vez les era más difícil encontrar indígenas que les sirvieran. Vasco de Almeyda, que condenaba aquellas tropelías y no participaba en ellas, después de haber tenido algunos serios altercados con los españoles por esta causa, debió abstenerse de criticarlos para salvar su vida.

Huaqueando de tal suerte llegaron a un valle al sur del cual se extendía una pedregosa meseta que los lugareños llamaban Nazca, dado que ese había sido el nombre sus primitivos habitantes. En aquellos días, los indígenas del lugar sólo tenían como medios de subsistencia los escasos mariscos que extraían de las rocas de los acantilados y los peces que pescaban desde la orilla con anzuelos fabricados con conchas de moluscos. Para conservar la carne de los pescados los secaban al sol. Para ello los destripaban y sin sacarles la piel los abrían. Con la ayuda de palillos extendían la carne y la colgaban al aire. Los choros, lapas, almejas y navajuelas también los secaban al sol colgados en ristras. Apremiados por los españoles, los pocos indígenas que quedaban en aquel lugar debieron compartir sus escasas reservas de alimentos con sus abusivos visitantes.

Tal vez por haber llegado al Perú después de la sublevación de los incas y debido a que por hablar un poco de quechua entendía sus quejas, Vasco de Almeyda era el único miembro del grupo que mostraba clemencia con los lugareños. Por las tardes, el joven portugués solía cantar junto a la fogata, causando la admiración de los indígenas, que escuchaban atentos su melodiosa voz, y luego dialogaba amistosamente con ellos. De aquella forma, día tras día fue obteniendo valiosas informaciones sobre su historia y cultura.

Respecto de unas rocas esféricas con extrañas inscripciones que había a la orilla del mar, un anciano camayoc le informó que aquellas no habían sido hechas por sus antepasados recientes, sino por una tribu poco numerosa de hombres de pequeña estatura que vivieron en la zona en tiempos lejanos, muchísimos años antes de la llegada de los incas. Estos enanos podían volar por los aires colgando de globos hechos con telas de algodón e inflados con fuego. Según aquel viejo, estos enanos vivieron muchos años esperado la llegada de sus parientes que irían a buscarlos y para ser ubicados por ellos habían trazado señales secretas en la meseta que sólo podían ser entendidas desde el cielo. Misteriosamente, un día los enanos desaparecieron del valle y nunca más fueron vistos. Con el pensamiento obsesivamente puesto en los tesoros de las huacas, los cristianos recorrieron aquella agreste meseta, sin encontrar ningún rastro de tumbas ni de enanos. Sólo vieron unos estrechos senderos que no conducían a ninguna parte y surcos hechos en el suelo de la meseta, que a ellos nada les dijeron.

—Los indígenas —les informó Vasco a sus compañeros—, dicen que los primeros habitantes de este valle eran enanos.

Aquella información la recibieron los españoles sin mostrar ningún interés no obstante haber encontrado, en días anteriores, una tumba con esqueletos pequeños con cráneos grandes como de adultos normales. Parecían ser restos de niños deformes, pero los lugareños les aseguraron que aquellas osamentas pertenecían a los primeros habitantes de la zona.

Los huaqueros llegaron a un hermoso valle donde las casas de los abandonados pueblos estaban semiderruídas por la acción de los elementos. Según relataron unos viejos que aún vivían en aquel valle, luego de muchos años de sequía en la región, el año anterior había caído un terrible temporal, lloviendo copiosamente durante un mes. A su paso, las masas de agua habían arrasado las laderas de los cerros destruyendo las parcelas de cultivo y las acequias, derrumbando con su incontenible y corrosiva fuerza los muros de adobe de las viviendas. Aquellos ancianos sobrevivían cultivando unas pequeñas parcelas cercanas al río, pues las terrazas en las laderas de las montañas ya no recibían, como antaño, el agua que las acequias les traían desde las cumbres lejanas.
Las acequias, que debían ser constantemente reparadas a causa de los desprendimientos de rocas y deslizamientos causados por las lluvias y los temblores de tierra, desde mucho tiempo antes del gran aguacero habían quedado descuidadas por falta de hombres aptos para aquellos duros trabajos. Los jóvenes que no habían perecido durante los cruentos enfrentamientos entre los partidarios de Atahualpa y de su hermano Huascar, habían muerto más tarde durante la rebelión del Inca Manco contra los españoles o a causa de las hambrunas que le siguieron o de las epidemias que los conquistadores llevaron consigo.

Los peninsulares y sus yanaconas se encontraban excavando en un lugar en busca de tumbas, cuando por un sendero llegó una columna de indígenas que llevaban una litera sobre sus hombros.

En la tarima viajaba un hombre vestido como Inca quien, al ver a los huaqueros, les gritó: “Ama mancha, noca Inca” (No tengáis miedo, soy Inca). (5) Se trataba de un español barbudo disfrazado de Inca con una capa tejida de lanas de colores, robada en alguna parte, orejeras de oro y unas borlas de lana roja sobre la frente. Los treinta y tantos indígenas que andaban a su servicio, robándole a los incas y abusando de ellos, eran yanaconas cañaris de la peor especie.

Cuando los recién llegados se dieron cuenta de la presencia de soldados españoles entre los indígenas que cavaban en la falda del cerro, se detuvieron y dejaron la litera en el suelo. El barbudo se puso de pie y acercándose a los huaqueros, les gritó: “¡Qué hacéis en mis dominios!” Alonso Herrera, le respondió: “¡Juan de Porras: válgame Dios! Andando así disfrazado, ¿a quién creéis engañar?” Al verse descubierto, Juan de Porras dio por terminada su farsa y reconociendo a su vez a su interlocutor, exclamó: “¡Alonso, vive Dios! Los tiempos se han vuelto duros, los indios ya no nos sirven, sino huyen de nosotros.”

—Pero vos más los espantáis, andando de esa manera.

—Después que me mataron mi caballo, así me ahorro el caminar.

—Vosotros que andáis huaqueando, ¿os ha sido de provecho?

—Hasta ahora, poca cosa.

—Yo sigo mi camino. ¡Qué os vaya bien!

Dichas estas palabras, Juan de Porras regresó a su litera y se sentó en ella. Los indígenas la cargaron sobre sus hombros y partieron rumbo al norte.

Vasco de Almeyda conversaba con los indígenas cada vez que tenía una oportunidad. Al joven le atraían especialmente los viejos, porque ellos conocían las tradiciones, la historia y las leyendas de cada lugar. En un valle cuyos pueblos estaban todos abandonados, unos ancianos que vivían cerca del mar le contaron que en tiempos de Tupac Inca Yupanqui, a las playas llegaron varias enormes embarcaciones tripuladas por gigantes.

—¿Dijeron de dónde venían? —inquirió Vasco.

—Nuestros antepasados contaban que aquellos gigantes dijeron que procedían de unas islas que se encuentran en la mar austral, hacia donde se pone el Sol.

—¿Por qué razón se hicieron a la mar?

—No lo hicieron por su voluntad, sino que fueron obligados por un gran señor que les había vencido en una cruenta guerra. O se embarcaban o los mataban. No tuvieron otra alternativa.

—¿Aquellas islas están muy distantes?

—Los gigantes contaron que estuvieron muchos días navegando a remo y a vela, hasta que una fuerte borrasca los lanzó a nuestras playas.

—¿Cómo eran sus embarcaciones?

—Eran balsas muy grandes hechas de cañas y madera seca y con velas trianguladas.

—¿Venían con sus mujeres?

—No, llegaron solo hombres y esa fue su mayor desgracia, y también la nuestra.

—¿Qué sucedió? —Todos ellos eran de gran tamaño y cuando comenzaron a tomar a la fuerza a algunas de nuestras mujeres, con sus enormes vergas les destrozaban el interior y ellas morían. Después se amancebaron entre ellos y no dejaron descendencia.

—¿Cómo se comportaron los gigantes?

—Una vez llegados a nuestra tierra la comenzaron a conquistar para ellos. Mataron a muchos indígenas y a otros los echaron fuera de sus pueblos.

—¿Qué armas usaban?

Las armas con las que peleaban eran piedras grandes que arrojaban con las manos y garrotes y porras que ellos hicieron aquí, después que llegaron. Ellos no trajeron armas, porque sus enemigos se las quitaron.

—¿Qué hicieron vuestros antepasados?

—Viendo que no les era posible defenderse, nuestros padres le mandaron una embajada a Tupac Inca Yupanqui, quien residía en el Cuzco. Enviáronle a decir que como gran señor y monarca poderoso que era de todas las provincias, los remediase de la endiablada furia y crueldad de aquellos monstruos. Llegaron los guerreros del Inca, pero no pudieron exterminar a los gigantes. La guerra duró mucho tiempo, hasta que al fin los últimos de ellos se murieron de viejos.

—Dejaron los gigantes alguna construcción.

—Había unas estatuas de piedra suyas sobre los acantilados a la orilla del mar. Pero nuestros padres las lanzaron a las aguas.

Por la noche, antes de cantar acompañado de su bandurria, Vasco de Almeyda les contó la historia de los gigantes a sus compañeros.

Entonces, Alonso Herrera, dijo: “Cuando andábamos explorando la costa con Francisco Pizarro, cerca de Puerto Viejo encontramos unas enormes estatuas. Eran enormes cabezas con sombreros y estaban mirando hacia el mar. Los lugareños nos dijeron que las habían hecho unos gigantes.”

 

Viendo el fracaso de sus esfuerzos y cansado de aquel infructuoso vagabundear, Gonzalo Calvo les propuso a sus compañeros viajar al valle del río Aconcagua, donde él había vivido hasta el día en que Diego de Almagro llegó a romper la tranquila y bucólica vida de los indígenas. Él tenía fundadas sospechas de la existencia de minas de oro en aquella región, que los indígenas explotaban secretamente sólo con el fin de pagarle tributo a los incas. Él había visto ese oro con sus propios ojos y por eso estaba seguro de que en el sur les esperaba la esquiva fortuna. Los demás huaqueros no aceptaron de inmediato aquella propuesta, pero a medida que los días se sucedían sin descubrir ninguna tumba con los objetos de oro y plata que los indígenas enterraban junto con los difuntos, la idea de Gonzalo los fue ganando poco a poco.

Los escasos habitantes del valle donde estaban los españoles, la mayoría viejos y débiles, se negaban obstinadamente a rebelar los sitios donde había tumbas de sus antepasados, alegando que no sabían en qué lugares habían sido enterrados porque a los antiguos les habían dado sepultura sus familiares, de modo que ninguno de ellos había comparecido. También en aquel valle las aguas que bajaban de las montañas habían destruido las acequias de regadío y las parcelas de cultivo se veían secas y abandonadas.
Cierto atardecer, cuando el rojo y ardiente sol estaba posándose en el océano, luego de haber calentado implacablemente durante todo el día aquella pedregosa comarca, los agobiados huaqueros regresaron al poblado a elegir un lugar donde pasar la noche al resguardo del frío y de la húmeda camanchaca. Antes de que oscureciera, mientras algunos indígenas servidores armaban los estropeados toldos de los españoles, el resto de los yanaconas estuvo dedicado a recoger los escasos restos de vegetación y estiércol seco de animales, para hacer una fogata. Cuando la roja esfera del sol se hubo sumergido en la inmensidad del mar, los indígenas encendieron el fuego. Sentados a su alrededor, como lo hacían al anochecer antes de dormir, los españoles comenzaron a charlar entre sí. Aquella tarde, Alonso Herrera y sus compañeros decidieron viajar al valle del río Aconcagua, sin saber que Pedro de Valdivia ya se había dirigido a conquistar aquellos territorios.

Al día siguiente, sin ninguna prisa, se pusieron en camino hacia la nueva meta. A medida que avanzaban hacia el sur, exploraban los valles y los lugares habitados que encontraban en su ruta, de modo que el grupo de harapientos huaqueros fue avanzando con lentitud.

Según los yanaconas integrantes del grupo, iban por un antiguo camino costero construido por los incas, que cruzaba extensos salares y enormes arenales.

En aquellos desiertos parajes los huaqueros se sentían seguros por ignorar que en la Pampa del Tamarugal existía, desde el regreso de Almagro al Perú, un pequeño reino inca establecido por guerreros rebeldes, ex miembros del Ejército Imperial del Inca Manco, que habían jurado continuar la lucha por la recuperación de las tierras y la expulsión de los conquistadores del Imperio Inca. Invisibles espías vigilaba a los huaqueros desde mucho antes de que éstos entraran al desierto de Atacama y una cadena de chasquis, mensajeros, mantenía informados de sus movimientos al Curaca Katari y a Huaman, el jefe militar. En consideración a que los viracochas eran cuatro soldados y un cura y que los yanaconas acompañantes apenas sobrepasaban la treintena, Huaman fue partidario de atacarlos por sorpresa. Al enterarse de la presencia del grupo de invasores el Capitán Kari pidió ser enviado con sus guerreros a su encuentro. El Mallku Huaman aceptó el pedido del Capitán Kari y para asegurar la victoria envió también al Capitán Vilca y su probado destacamento de guerreros. Como lo exigía la tradición, los sacerdotes fueron informados para que consultaran a los dioses.

El Gran Sacerdote Mamani encabezó la ceremonia a la cual asistieron el Curaca Katari, los demás sacerdotes, el Mallku Huaman y los capitanes Kari y Vilca, acompañados de todos los guerreros que serían de la partida. El Narac, Sacerdote Carnicero, Apaza, llegó con tres cuyes dentro de un cesto y cuando todos estuvieron ubicados en torno a la piedra de los sacrificios, según el rango de cada cual, procedió a matar los animales. Tomando un animalito de las patas traseras, le golpeó con fuerza la cabeza en la roca, muriendo el cuye en el acto. Luego le abrió el vientre y le sacó los órganos interiores para que el Huatuc, Sacerdote Adivino, leyera en ellos el mensaje de los dioses. Esta última maniobra la repitió con los dos cuyes restantes y luego se retiró unos pasos, colocándose en un segundo plano.

El Sacerdote Adivino Antahuara estudió las aún tibias vísceras moviéndolas con su bastoncito ceremonial. Al cabo de unos momentos, anunció: “Morirán todos los yanaconas y los cinco viracochas serán apresados.” Al amanecer del día siguiente, los guerreros salieron del pueblo de Kachi, donde estaba el Templo del Sol, y abasteciéndose en los tambos, almacenes, ocultos en las múltiples quebradas por las cuales pasaban los senderos que atravesaban la Pampa del Tamarugal y gran parte del desierto de Atacama, en tres días llegaron a la zona pensada de antemano. El Capitán Kari, a cargo de la misión, decidió esperar allí a los intrusos para atacarlos por sorpresa al amanecer, aprovechando la espesa neblina que cubría la costa del desierto de Atacama durante la noche y parte de la mañana. Los guerreros durmieron en la meseta al borde del acantilado, no lejos del sendero por el cual se bajaba a la playa donde los huaqueros habían levantado su campamento.

La espesa camanchaca ocultaba el paisaje adhiriéndose con su pegajosa humedad a los roqueríos del acantilado que descendía hasta el mar. Al amanecer, la espesa niebla había comenzado a cubrir de rocío las hojas de los tamarugos que crecían en la meseta, goteaba de las afiladas espinas de los cactos y en la playa empapaba los raídos toldos del precario campamento de los conquistadores españoles y las remendadas mantas con las que se cubrían para dormir los indígenas que les acompañaban. Con los primeros rayos del sol, las minúsculas gotitas de agua que no habían alcanzado a caer sobre la sedienta tierra, comenzarían a transformarse en tenues volutas de vapor las que elevándose lentamente hacia el cielo irían a formar precarias nubes destinadas a desaparecer antes del mediodía. Temprano los yanaconas habían cumplido la diaria tarea de recolectar el combustible necesario para revivir la fogata extinguida durante la noche. Los españoles aún no comenzaban a salir de sus toldos, cuando ya los indígenas se habían congregado alrededor del crepitante fuego, con ayuda del cual algunos de ellos intentaban secar sus humedecidas mantas extendiéndolas frente a las alegres llamas.

De pronto, por sobre el acompasado y sordo estruendo de las olas que reventaban en la extensa y angosta playa de arena, se oyó el lúgubre sonido de una concha marina, al que siguió la aterradora gritería de los guerreros indígenas que bajaban desde lo alto del acantilado por el zigzagueante sendero de piedra que moría en la fina arena de la playa. En aquel mismo instante, los conquistadores y los yanaconas fueron atacados por innumerables guerreros salidos como por arte de magia de la arena, que no cesaban de incrementarse con los que bajando a la carrera se incorporaban a la batalla. Los atacantes, guerreros incas rebeldes de la Pampa del Tamarugal, estaban dirigidos por los capitanes Cari y Vilca Los españoles, que creían encontrarse en una zona pacífica, fueron tomados completamente desprevenidos. Alonso Herrera y Miguel Solana alcanzaron a coger sus espadas, pero de nada les sirvió pues rápidamente fueron heridos, desarmados y reducidos. Al cura Portillo, que suplicaba por su vida enseñando a los atacantes la cruz que llevaba colgada sobre el pecho, un certero golpe en la cabeza lo dejó inconsciente sobre la arena. Gonzalo Calvo y Vasco de Almeyda, que intentaron escapar por la playa, fueron inmovilizados con boleadoras, tomados prisioneros y luego maniatados debidamente. En la refriega se destrozó la bandurria que el joven lusitano llevaba terciada a la espalda.

Fue tal la diferencia numérica entre los atacantes y los atacados y la furia y decisión de los primeros frente al desconcierto de los últimos, que en pocos minutos la desigual batalla hubo terminado.

Los cuerpos sin vida de todos los despreciados indios yanaconas, profundamente odiados por los incas, quedaron sobre la límpida arena en los mismos sitios donde fueron muertos. La misma suerte sufrieron los escuálidos caballos. Luego de recoger las armas y objetos que habían quedado abandonados en el escenario de aquel corto y sangriento combate, los guerreros de la Pampa del Tamarugal subieron a la meseta llevando prisioneros a los cuatro conquistadores y al fraile Diego Portillo quien, aún semi aturdido y asustado, lucía un magnífico chichón en la cabeza, en el punto donde había recibido el mazazo.


(3) Cieza de León, Pedro: “Descubrimiento y conquista del Perú”, página 325.

(4) Garcilaso de la Vega, Inca: “Historia general, II, capítulo XXIX”, citado en “La edad del oro”, páginas 293 a 295.

(5) Guamán Poma de Ayala, Felipe: “La carta extraviada”, citado en “Noticias secretas y públicas de América”, páginas 152 y 153.